Joaquín Roy*
El principal problema de Barack Obama es haber ganado las elecciones dos veces. Fue una doble bofetada que los votantes estadounidenses que se quedaron en casa o eligieron en contra todavía no han digerido.
El espejismo de las cifras globales oculta que ni siquiera dos tercios de los potenciales votantes se molestaron en acceder a las urnas. De los que lo hicieron, la mitad lo rechazaron frontalmente prefiriendo a John MacCain o Mitt Romney.
El resultado es que apenas una cuarta parte se decantó por Obama. Como recompensa de ese doble triunfo, los que prefirieron a sus opositores e incluso los que se abstuvieron le han negado no solamente el perdón sino el simple reconocimiento. En sus guiones históricos todavía no se incluye el ascenso tan espectacular de un candidato negro.
Ese mismo sector es el que escuchó los delirantes cantos de sirena de Sarah Palin cuando calificó a Obama de «socialista» por haberse atrevido a proponer algunos programas amenazadores de gobierno en su campaña.
La joya de la corona era, y sigue siendo todavía ahora, una moderada reforma del sistema de salud que se antojaba revolucionaria. El plan ha resistido hasta la actualidad, pero corre el riesgo de ser aniquilado si el sistemático ataque de los republicados y afines se sale con la suya.
Algunas cosas han cambiado en Estados Unidos ostensiblemente desde la mitad del siglo pasado, cuando se apagaron los fuegos de la Segunda Guerra Mundial, la última «guerra justa» de Washington.
Algunas pautas de conducta no se han movido en absoluto.
Cuando llegué a Estados Unidos, en el crepúsculo de la administración de Lyndon Johnson (1963-1969), el padre de un colega mío en una elegante, excelente y cara escuela secundaria privada tuvo la generosidad de adelantar algunas predicciones para ir conociendo el país. Médico de profesión, me advirtió que en un par de años el país adoptaría un sistema de salud «socializado», semejante al europeo.
Apenas yo me había recuperado de ese rotundo cálculo, se animó y casi con admiración por mi origen europeo, me aseguró que en el mismo espacio de tiempo Estados Unidos adoptaría el sistema métrico decimal.
Curioso en comprobar si tales predicciones tan drásticas se cumplirían, decidí quedarme en este intrigante país. Mi familia sigue yendo al mercado, llenando el tanque de gasolina, calculando las distancias de viajes en automóvil y en avión en millas, midiendo peso y estatura en un conjunto de medidas que siguen resonando a la vieja Inglaterra.
Y casi medio siglo después examino cada año las condiciones del seguro médico proporcionado por mi universidad. Me siento afortunado, ya que millones de estadounidenses no tienen tal privilegio. Se juegan la vida y coquetean con la ruina financiera por no contar con seguro alguno y todavía no pueden acogerse a la protección de la cobertura de salud de la jubilación completa.
La tozudez del sistema en no haberle dado la razón al padre de mi amigo se debe, más que a una interpretación financiera de los gastos y beneficios de la aplicación del propuesto sistema mixto, a razones intrahistóricas firmemente asentadas en la psique estadounidense, atizada por un grupo dominante de políticos con intereses económicos.
El grueso del opositor Partido Republicano y afines (no solamente los militantes del Tea Party) consigue sistemáticamente ahondar en un doble sentimiento del estadounidense medio. Por una parte, desconfía del gobierno y, por otro lado, tiene un pánico atroz a verse identificado con una clase inferior que debe llegar a fin de mes con la ayuda de los cupones de alimentos.
Ese sector, ampliamente mayoritario, vive en una permanente contradicción ideológica y sociológica. Es fundamentalmente «anarquista» y preferiría subsistir sin la tutela del gobierno. De ahí que deba autoprotegerse de su inacción de gobernanza con leyes y tribunales que religiosamente termina por tolerar con entusiasmo. Por ese motivo, todo lo que rezume sabor de «socialismo» le pone nervioso.
Desde la cuna le come la conciencia una dicotomía falsa entre «democracia» (capitalismo a ultranza) y «socialismo» (sinónimo de comunismo).
Pero a los mismos ciudadanos que desconfían de los planes de Obama, ni en sueños se les ocurriría oponerse a otras facetas de la vida de Estados Unidos, como la escuela elemental y media, gratuita, universal y obligatoria, diseñada como una fábrica de ciudadanos. La sola mención de tener que pagar los libros de texto generaría motines.
De nada sirve recordarles a los estadounidenses que un par de docenas de países europeos y Canadá tienen indicadores de salud mejor que los de Estados Unidos, y expectativas de vida superiores, a un costo inferior.
Si además es Obama, de origen racial mixto, el que se atreve a proponer un sistema que desafía a los oligopolios de la industria de los seguros privados y la presión de la profesión médica, con la anuencia de los productores de medicinas y las compañías de investigación que se alimentan de fondos públicos, el drama está servido.
El cambio será más difícil que la adopción universal del sistema métrico.
*Joaquín Roy es catedrático Jean Monnet y director del Centro de la Unión Europea de la Universidad de Miami.
*Columna distribuida por IPS