Roberto Cataldi [1]
A fines de los 70 hice dos viajes a Francia, en el primero recorrí todas las ciudades de la Costa Azul y en el segundo me hospedé en el mítico Barrio Latino de París, epicentro de las revueltas del Mayo Francés.
Recuerdo que me asombró la cantidad de extranjeros que había en Marsella y también en París, la mayoría provenía de países africanos. En visitas posteriores advertí el incremento de la inmigración y cómo surgían problemas de todo tipo, pues, estas familias provenientes de otros países, hablan otras lenguas, profesan otras religiones, en suma son diferentes y, suelen tener dificultades para integrarse.
Gran parte de esa población no tiene trabajo, vive en condiciones marginales, y el Estado no aparece organizando la vida social. La educación no es una panacea y la escuela no puede sustituir al Estado. La ausencia de éste y del mercado da cabida a las mafias con sus códigos y sometimientos indignos, también a los extremismos religiosos.
Desde fines de los 60 se habla de multiculturalismo, un concepto que hace referencia de la coexistencia de diversas culturas en una región o país, fenómeno que se ha incrementado con la globalización. La aspiración es que los grupos culturales minoritarios sean respetados y que exista un trato igualitario. Algunos hablan de diversidad cultural y de tolerancia, otros temen que se pierda la identidad del país.
Manuel Castells dice que la identidad es la apelación a la tribu, un refugio comunitario al que recurre la gente que ya no confía en las instituciones y que teme por el descontrol de los mecanismos sociales ante la globalización. Castells sostiene que la identidad es despreciada por los autoproclamados “ciudadanos del mundo”, aclarando que lo son porque se lo pueden permitir. En fin, entiendo ciertos miedos, y confieso que desde hace mucho me gusta considerarme ciudadano del mundo, quizá por mis experiencias de vida, tal vez por mi formación y cosmovisión, pero aclaro que no desprecio la identidad, sin embargo tampoco estoy con los que hacen de ella un concepto reduccionista y hostil. La identidad no puede ser un impedimento para que la gente se comunique y conviva.
El Siglo XXI despertó con un panorama confuso, donde muchas de las predicciones que eran promocionadas por los grandes medios de comunicación no se cumplieron. Un clima de escepticismo, desesperanza y también cinismo que venía gestándose desde hacía varios años se profundizó y esparció por el planeta. Hubo intelectuales mediáticos que no se cansaron de hablar y de vender sus libros –algunos fueron Best Sellers– sobre aquellos fenómenos que bautizaron con el prefijo “pos”, y que en mi opinión muchas veces no pasaron de ser elucubraciones. Ideas, normas y costumbres del pasado ahora estarían definitivamente superadas, según la bibliografía impuesta por el mercado. También se anunció el fin de la historia, de las ideologías, de los grandes relatos, y recuerdo que me impresionaron ciertos duelos anticipados, ya que el muerto gozaba de buena salud. Es habitual que los intelectuales procuren exhibir una “conciencia anticipatoria” y no siempre puedan demostrar aquello que detectan o tal vez quieren ver. Zygmunt Bauman decía que la modernidad le negó a Dios el derecho a dirigir el destino de los seres humanos, mientras la postmodernidad sospecha de la certeza y no promete garantía alguna.
La crisis del mundo actual, así como los cambios profundos que se producen en todos los órdenes de la vida, exigen que el intelectual vuelva a pensar los problemas, pues, no puede retornar a la vieja ideología de cuño intelectual del Affaire Dreyfus, donde la justicia se oponía al Estado, el laicismo a la Iglesia, el progreso a la reacción, y donde eso bastaba. En efecto, ya no es suficiente con esperar que la razón suministre las soluciones a todos los problemas de la vida y, por otra parte, las viejas religiosidades se mantienen firmes en su pretensión de ahogar el ejercicio de la razón crítica, que en la práctica quedaría confinada a ciertos autores y círculos de pensamiento que no aceptan ser domesticados y mucho menos sojuzgados. Un dato importante en el intelectual de hoy es su ironía y escepticismo, su absoluta falta de respeto por los tabúes, y sobre todo su creencia en las “verdades intelectuales”. De todas maneras, no me parece necesario pensar que todo lo que emerge oscuramente del mundo tiene que ser oscurantismo, y tampoco que el mito siempre es superstición. El mito ya no se ahoga en el racionalismo clásico y resulta evidente que éste en si mismo resulta un pensamiento agotado. Carlos Monsivais decía que durante la Guerra Fría no solo intentaron repartirse el mundo sino que también se repartieron los mitos, así la libertad le tocó a Occidente, la igualdad a la URSS, y la fraternidad fue a parar al asilo.
Con la caída del Muro de Berlín se propusieron liquidar toda herencia comunista. La religión y el nacionalismo se afirmaron con vigor, mientras los dirigentes se lanzaron a una reescritura del pasado. Las nuevas repúblicas que pertenecieron a la URSS debían construir “democracias electivas”, pero no contaban con organizaciones políticas fuera del PC. La apertura de los mercados permitió eliminar miles de empleos, apareció la inseguridad, el miedo al futuro, los valores familiares se erosionaron, y cobró una importancia desmesurada el dinero y los bienes materiales. Para algunos ese fue el precio que debieron pagar estos pueblos por adoptar la occidentalización que anhelaban.
Jacques Maritain provenía de una familia protestante, su mujer, Raissa, era judía de origen ruso, pero él fue un fiel discípulo de Santo Tomás. De Maritain tomé conocimiento en mis años del bachillerato, muy superficialmente, como sucede con la filosofía que se imparte en la escuela secundaria. Su conversión al catolicismo marco un hito en su vida. El intelectual francés murió en los 70 y su muerte tuvo una amplia repercusión en el mundo católico porque entonces era considerado el intelectual católico de mayor renombre, al punto que se le reconoce su influencia en el Concilio Vaticano II. En la biografía de Maritain figura el hecho de que de joven participó en la resistencia francesa, que fue defensor de la libertad y de los derechos humanos. Él distinguía muy bien al individuo de la persona y creía que la ética debía subordinarse a la teología, porque consideraba que el hombre es partícipe del orden sobrenatural, un concepto que tuvo muy buena acogida en la Edad Media.
Hace poco, Manuel Vincent, en su columna semanal, sostenía que hoy matar puede ser lo mismo que rezar, pues, los yihaidistas antes de cometer una masacre gritan ¡Alá es grande! Claro que si hacemos mención de los crímenes y torturas cometidos en nombre de Dios veremos que esto no solo sucede con fanáticos del Islam. Y no necesitamos remontarnos al Medioevo. Los líderes religiosos siempre tuvieron un interés manifiesto por el poder temporal y hasta recurrieron a las armas para defender sus privilegios. Los Estados teocráticos nos alarman pero en los países de régimen democrático que se declaran laicos, donde habría separación entre la religión y el Estado, según sus Constituciones, todos sabemos que este postulado no se cumple. Desde los templos se organizan campañas políticas, los candidatos procuran congraciarse con la cúpula religiosa, los pastores en sus arengas les dicen a los fieles a quien deben votar y a quien rechazar, y ningún estamento del Estado resulta inmune. Más allá de los casos de corrupción, abusos sexuales y otros vicios, no debe extrañar que frente a un panorama tan poco espiritual, muchos no hallen el consuelo que buscan y terminen decepcionados.
Los que respetamos a todas las religiones, a pesar de las diferencias, pretendemos que sus representantes cumplan con la misión espiritual, que es primordial, y sean dignos. Pienso en sacer (lo sagrado en latín) y en el ejemplo de San Francisco de Asis, hoy venerado por católicos, anglicanos y luteranos, quien se dirigía a Dios no en su lengua materna, sino en un idioma distinto, el francés.
Hoy por hoy la convivencia del multiculturalismo, la religión y la bioética constituye un desafío. No me parece justo exigir a los inmigrantes una fuerte asimilación, no tienen por qué abandonar su propia cultura, pero deben integrarse en las estructuras políticas del país que los acoge y compartir una ética común. Habermas, Rawls y otros se han ocupado del asunto, cuyas consideraciones por razones de espacio no expondré. El mundo de la cultura no tiene un modelo sino una pluralidad. Es necesario respetar la diversidad cultural si se quiere combatir el racismo, la xenofobia y la intolerancia. No hay cultura que no exprese las necesidades humanas.
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldo Amatriain (FICA)