Oculta, que algo queda

Antonio Álvarez de la Rosa[1]

Con la lengua fuera, o sea, cansado de repetirme lo mismo desde que, como Obélix, me caí en la marmita de la lengua, observo por el retrovisor de la memoria escolar mi lenta y trabajosa conciencia de nombrar los gozos y las sombras del saber, las alegrías y las penas de designar lo hermoso y calificar la fealdad.

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Mapa de las lenguas cooficiales en España

Reconozco que no me resultó fácil convencerme de que el conocimiento de la lengua debería tener la categoría de patrimonio esencial de la humanidad. A partir de entonces, cuando ya no tienes la más mínima duda de que la pobreza del lenguaje es hermana de la incomprensión del mundo que te rodea, cuando te resulta muy chocante que los sucesivos Gobiernos de un país cuatrilingüe como España consideran como algo muy normal podar tres de las ramas lingüísticas de nuestro árbol (el catalán, el gallego y el euskera), cuando compruebas que, desde las más altas instancias del poder administrativo, se habla con una jeringonza que impide saber de qué va la cosa y se redacta con lengua de trapo, empiezas a sospechar que esa lacra del entendimiento es algo tan viejo como «oculta, que algo queda».

Desde las sentencias judiciales que eran -dicen que ya menos- como un campo de minas antilectura, hasta cartas de Hacienda para cuya comprensión se necesita el asesoramiento de un experto en Derecho fiscal, los intrincados matorrales de la sintaxis burocrática se convierten en muros insalvables para un gran porcentaje de la población.

No hace mucho, me percaté de un fraude social y de una desvergüenza política que, por supuesto, no asoman su nariz en los titulares ni en los telediarios. Leí un estudio sobre trámites burocráticos relacionados con la situación laboral y con el bono social de la luz. Sus autores concluyeron que el 72 por ciento de los procedimientos administrativos no resultaban claros para los ciudadanos. En el contexto de la misma información sobre el alejamiento y desamparo entre el Gobierno y el administrado, se podía comprobar que solo ¡un escandaloso ocho por ciento! había recibido una renta autonómica de inserción. Por si el asunto ya no fuera lo suficientemente terrorífico, la información concluía que la mitad de los trámites rechazados por los diferentes órganos de la Administración son debidos a defectos de forma, o sea, supongo, a errores en la forma de cumplimentar los papeles.

Esta perversa maquinaria convierte a miles de ciudadanos en protociudadanos o en súbditos. Es posible que me equivoque, porque no conozco ninguna investigación al respecto, pero sospecho que cada vez se oyen y ven menos los noticiarios. En nuestra casa, escuchamos la radio sobre todo en la cocina y durante los pausados momentos del desayuno. No pasa una sola mañana sin que nos sobresalte la incomprensión de lo que en ella tratan de decir. No por ignorancia del asunto en cuestión, sino por el mal empleo de términos o por retorcimientos de la sintaxis que producen calambres neuronales.

A veces, ella y yo, nos miramos estupefactos y nos preguntamos: «¿Tú has entendido lo que ha dicho?». Por cierto, dado que hay generosos fondos europeos para contribuir al desarrollo de España, quizá las autoridades del Gobierno de la nación y de las respectivas autonomías deberían abrir un nuevo capítulo presupuestario. Podríamos así mejorar el salario de los profesores que ayuden a los dirigentes políticos en comprensión lectora y en expresión del pensamiento, dos palancas de la inteligencia que pueden contribuir a deformar menos las lenguas que en España, durante tantos siglos, nos han servido como vehículo de comunicación y a reducir, por consiguiente, la cohorte analfabeta que, sabiendo leer y escribir, según consta en los currículums oficiales, no sabe ni lo uno ni lo otro.

El ejemplo de un alumno, que ha elegido estudiar Filología Clásica tras obtener la mejor nota en la EBAU (Evaluación del Bachillerato para el Acceso a la Universidad), saca a la superficie sociológica el anhelado modelo de educación utilitaria de la inmensa mayoría de las familias españolas: ¿Para qué sirve, deben NO reflexionar, estudiar el material con el que pensamos, soñamos, amamos y nos relacionamos? El lavado de cerebro tecnológico y sus consiguientes despistes y cortedad de miras han conseguido que nos ufanemos de ignorar lo que, en primer lugar, ha hecho posible cualquier avance de la humanidad desde que nos bajamos del árbol. ¿Cómo calificaríamos a un alumno de Ingeniería que, por ejemplo, despreciara saber los orígenes y composición del hormigón?

  1. Antonio Álvarez de la Rosa es catedrático de Filología Francesa, además de autor de artículos en revistas literarias o en suplementos culturales, traductor y prologuista de, entre otros, Victor Hugo, Flaubert, Maupassant, Michelet, Julien Gracq, Gustave Le Rouge, Dominique Fernandez, Manchette, Marcel Schwob, Michel del Castillo, Albert T’Sertevens, Abdellatif Laâbi, Michel Schneider…
    Conferencias en múltiples Universidades e Instituciones Culturales como, por ejemplo, en la Fundación Juan March. Durante una decena de años, publicó artículos de opinión en
    La Opinión de Tenerife.
    Premio de Traducción 2010 «Rafael Cansinos Assens» de la Junta de Andalucía.
  2. Artículo difundido por José Antonio Sierra Lumbreras

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