“Ahora nos toca seguir luchando contra el odio todos los días”, nos dice Robert Bandinter, quien fuera histórico ministro de Justicia con François Mitterrand y principal impulsor de la supresión de la pena de muerte en Francia (en 1981). Se ha parado a hablar con el grupo de periodistas-manifestantes, que hemos empezado juntos la jornada, hacia el mediodía, entre el Sena y la estación de Austerlitz. Le doy las gracias a Badinter por su defensa de las libertades, por haber dicho que las víctimas de Charlie Hebdo son “héroes de la libertad”.
Estamos en plena manifestación de París y Bandinter (casi 88 años) se mueve entre los familiares de esas víctimas y los supervivientes, pero tiene un momento para acercarse a la pancarta que llevamos los periodistas de varias organizaciones europeas. En ningún momento se acerca a los jefes de Estado y de gobierno, donde abundan personajes que él conoce bien. Quizá toma distancia, los considera lejos, moralmente muy lejos, de esos héroes abatidos. Entre quienes lo rodeaban un momento antes, hemos visto a Patrick Pelloux y Laurent Léger, supervivientes de la matanza que tuvo lugar hace cuatro días en la redacción de Charlie. También a Renald Luzier (Luz), superviviente y escéptico: “La carga simbólica que nos están haciendo llevar ahora sobre nuestros hombros va contra todo lo que ha significado Charlie: destruir todos los símbolos, derribar todos los tabúes, dejar tiesos los fantasmas. Está bien que la gente nos apoye, pero va contra el sentido de las caricaturas de Charlie”.
A mi lado, colegas franceses y europeos. Nos han situado entre los familiares y las víctimas, que están a tres metros por delante; y los políticos, que llegan con retraso y a quienes la seguridad sitúa detrás, a unos 25 metros. Algunos no nos importan, a otros preferimos no verlos tan cerca. No quiero acordarme de su nombre. Están lejos de personas como Badinter, que representa lo mejor de la lucha política por una humanidad más justa. Y sigue ahí, entre las víctimas y quienes puede considerar que pueden ser sus portavoces.
Al principio, hay casi un silencio total, cuando la manifestación arranca como puede. Como podemos. ¿Somos un millón, como dicen algunos, dos millones, tres, como empiezan a fantasear otros? Gritos de “Charlie, Charlie”. Después, emoción, muchedumbre conmocionada, gentes que aplauden desde sus balcones. Tengo a mi lado a Michelle Stanistreet y Andy, llegados de Londres; a Seamus Dooley, de Irlanda; a James Overton, periodista británico-parisino; a Franco Siddi, de Italia; al director del diario Reppublica; a mis colegas belgas Jean-François Dumont y a Gaston Le Cocq; a mis amigos, periodistas franceses, Michel Diard, Mario Guastoni, Patrick Kamenka, Dominique Pradalié; a Ricardo Gutiérrez, de la Federación Europea de Periodistas, y a Anthony Bellanger, de la FIP, que han llegado desde Bruselas.
Todos nos sumergimos en esta marea que recorre París, durante varias horas. Con algunos gritos y pocas banderas, sobre todo francesas, claro. Apenas hay otra pancarta que la nuestra (“Nous sommes Charlie”), sólo carteles personales, muchos escritos a mano. Enarbolamos nuestras identificaciones de periodistas. En unos pocos lugares, veo otras banderas: de Brasil, de Chile, de Sudáfrica, una bandera republicana española en un balcón, con una pancarta improvisada en castellano que reclama la paz. Se rompe el silencio con nuevos gritos de “Charlie, Charlie”.
La propia carga simbólica, histórica, de París es tan grande que es imposible no pensar que esta manifestación está en la línea de la que siguió a la Liberación (de 1944) o a las tuvieron lugar en mayo de 1968 (incluyendo la que promovió De Gaulle para contrarrestar las que habían precedido, de signo estudiantil, sindical o revolucionario). “ Ils sont avec nous ! ”, gritan desde algún lugar.
Tras horas de marcha, he asistido a gritos, expresiones de rabia, lágrimas, llantos y a una sensación enorme de fraternidad. Sí, sí, fraternidad. “Je suis femme, musulmane, et les assassins ne me représentent pas. Je suis Charlie”, dice el cartón que levanta una joven con velo islámico. Hay una emoción incontenible, una especie de liberación colectiva del miedo. Cantamos de vez en cuando las primeras estrofas de la Marsellesa. “Aux armes, aux armes, citoyens, formez vos bataillons”, dicen nuestras voces; pero en los balcones y la calle sólo se pide paz, tolerancia.
Y los cafés reabren al final del recorrido, al llegar a Nation, cuando ya se hace de noche. Las panaderías están llenas, los dueños de una brasserie permiten utilizar los baños a una multitud que espera. Las terrazas se llenan de conversaciones sobre esta semana terrible y emocionante.
Y cuando hago de cicerone para mis colegas británicos e irlandeses, porque el transporte público no funciona aún con normalidad y ellos no conocen la ciudad, ni el idioma, pero han venido para compartir el momento, una nueva muchedumbre, distinta, quizá absolutamente joven, muy joven incluso, fluye desde el bulevar de Voltaire (otro símbolo). Comparto unas cervezas con Seamus, Andy y Michelle; después ceno con Mario y Franco, en un restaurante en el que todos, jefes, camareros de todos los orígenes, cocineros, atienden portando en sus chalecos unas chapas que han fabricado ellos mismos: “Je suis Charlie”. Todos son Charlie.
Me despido hacia la medianoche y subo solo por el boulevard de Strasbourg, donde sigue habiendo transeúntes. Veo la Gare de l’Est iluminada, como si fuera una perspectiva nueva. Y la idea del magnífico viejo que es Robert Badinter rebota en mi memoria: “De nuevo, mañana, nos corresponde seguir peleando contra el odio”.