Me encantan esos soldados que saben que los dejaron solos en una batalla que ni siquiera era suya, y siguen…
Me gustan esas personas que, con miedo, pese a él, con mucho en el cuerpo, nunca se acobardan.
Me deleitan los ejemplos de los que aguantan el sufrimiento personal para un bien colectivo. «Habrá un mañana», se dicen.
Me fascinan los que se ubican en la vanguardia de un regimiento sabiendo que morirán, pero salvarán a muchos de los que vengan detrás.
Me maravillan los que enseñan sin pedir nada a cambio. Los junto con quienes aceptan pareceres ajenos, a veces extraños, a menudo edificantes.
Me encienden el corazón los que caminan en soledad y sin rabia, porque saben que es mejor así que estar mal acompañados.
Me impulsan cada día los que sueñan con un mundo mejor y hacen cuanto pueden para que de esta guisa sea.
Me mineralizan los que realizan tareas pequeñas para ensalzar las de otros, quizá más grandes. Puede que las suyas, las nimias, sean las ingentes.
Me agradan los limpios en sus sentimientos, en sus mentes, los que se alejan de los hipócritas.
Me vuelven más humano los pacíficos, los que no son envidiosos, los que se alegran con los éxitos de los demás, que hacen propios.
El mundo es de los sencillos, de los que hacen líneas rectas de las curvas, de los prestan la única mano que tienen, de los que dan y se hipotecan, de los que no llegan y, a pesar de ello, procuran cada día un asomo de felicidad.
El resto, digan lo que digan, no tiene existencia, como diría Saramago, como aprendí de mis padres.