Mis lectores saben que me gustan las miradas. Me agradan las que comunican. Las deberíamos advertir entre todos los seres vivos.
Una de las últimas contemplaciones recíprocas que me han llamado la atención ha sido entre dos nacidos en el antagonismo y la complementación. Les cuento. La estampa es hermosa: se otean frontalmente. Saben de sus destinos imposibles en común. Hay entrega, voluntad, hasta pugna. Los sabores son agridulces, por el encuentro y por la retirada, por la lucha transparente y por el apartamiento o la muerte.
Solo quedará uno de esa lid que mueve luces y sueños, alegría y dolor, esfuerzo y silencio. Son dos héroes. Se reconocen. Los indicios demuestran que nada será igual a partir de esa tarde. Todo está adornado para la ocasión, y esa oportunidad viene, como sabemos, teñida de un rojo apasionado.
Se tantean ambos semidioses, y comienza el combate. La dulzura y la fiereza se mezclan, y surge el milagro. Los dos sobreviven para contarlo, para considerarle al mundo que la fe mueve montañas. Ha habido igualdad, bondad, destreza, asentimiento y coraje.
Vuelve la mirada. Los siglos de gloria celebran un porvenir de las manos de un respetable que da luz a la valentía, las buenas maneras y el honor. La ovación pone ese corolario a unas existencias que siguen, las dos, aunque ya nada será igual para ellas. Es cuestión de aprender.