Laura Fernández Palomo
Hemos convenido una fecha capciosa cada mes de marzo para describir la situación en Siria. Cinco años de guerra, mencionamos hoy sin reparo. En algunos casos, utilizamos “cinco de conflicto” que con más acierto describe la evolución –en esencia involución– de los acontecimientos que han abatido material y emocionalmente un país al coste de cientos de miles de muertos (más de 400.000 según las estimaciones más altas), cuatro millones de refugiados y once millones de desplazados.
Es una fecha capciosa porque el 15 de marzo no comenzó ninguna guerra; en Siria no había bandos, ni mucho menos grupos armados. El 15 de marzo sólo hace referencia a una convocatoria de protesta nacional que siguió a las crecientes manifestaciones que se sucedían en el país desde enero siguiendo el espíritu de la llamada Primavera Árabe. Por aquel entonces, ni siquiera el ejército sirio del régimen de Bachar Al Asad había empleado a fondo su armamento.
Eso sí, se apresuró a intensificar una represión nada ajena a la que los sirios habían vivido hasta el momento: arrestos masivos, desapariciones y amenazas por grupos informales paramilitares, conocidos como Shabiha. Entre los perseguidos, doce niños, de entre 14 y 15 años, de la localidad sureña de Daraa que fueron apresados por atreverse a dibujar una pintada anti gubernamental en un colegio.
Aquella detención supuso un punto de inflexión en el hartazgo, que probablemente no se hubiera manifestado sin esa etérea sensación de valentía que alentaron aquellos históricos aires de cambio. Los residentes de la localidad llamaron a una nueva protesta el viernes 18 de marzo. El Gobierno envió helicópteros y fuerzas de seguridad especiales que abrieron fuego contra los manifestantes. Murieron al menos dos civiles. La secuencia se repetirá por toda Siria, especialmente Homs, que se convertiría en los meses posteriores en el bastión de los opositores, blanco de bombardeos y asedios.
El Ejército Libre Sirio (ELS), si hemos de identificar uno de los primeros bandos armados de la guerra que hoy describimos, no se formó hasta agosto de 2011. Su líder, Riad al-Assad, quien fuera coronel de las Fuerza Aérea Árabe Siria, había desertado y con él miles de soldados que se negaron a disparar contra las manifestaciones. El resultado fue la formación del ELS como fuerza defensiva con el único objetivo de proteger a quienes protestaban.
Lo cierto es que el debate sobre la utilidad de continuar con las protestas pacíficas o armarse como respuesta ante la exacerbada represión ya estaba sobre la mesa y a finales de 2011 algunos grupúsculos del ELS comenzaron a atacar instalaciones y simpatizantes del régimen.
De aquí surgen las cuestiones que hoy todavía nos hacemos: ¿es legítima la violencia para luchar por una “causa justa”; lo es para contrarrestar un ataque independientemente del motivo?; ¿mereció la pena la llamada «Revolución siria» o de haberse sabido el coste muchos hubieran optado por otra vía de cambio?; ¿cuáles? Son tantas las respuestas como individuos; pero en marzo de 2011 no había guerra.
Son preguntas trampa, tanto como la fecha que ponemos en duda en el inicio de este artículo, porque la deriva natural de los acontecimientos no la conocemos, dada la intervención indirecta y, posteriormente, directa de buen número de potencias internacionales que hoy aseguran buscar la paz dado que no ganaron en la manipulación del caos que propiciaron. Pero el entender que hace cinco años no empezó una guerra nos ayudará a comprender por qué Al Asad sigue siendo innegociable en las conversaciones que se retoman este aniversario en Ginebra para alcanzar una solución política en Siria.
Porque los refugiados, que tanto mentamos, comenzaron siendo exiliados perseguidos políticamente por el régimen, como Rima Flihan (una de las siete participantes del Consejo Nacional Sirio, CNS), que conocí en Amán días después del primer encuentro que mantuvieron el 28 de noviembre en Turquía; o el joven Mohamed perseguido mucho antes de aquel año por participar en las manifestaciones frente a la Embajada de Irán en Damasco por su intervención en política; o Mays, quien huyó tras colaborar en la grabación de un documental de las manifestaciones que sacudían el país. Esos fueron los perfiles que conocí en 2011 en Jordania.
En 2012, cambió. Miles de sirios cruzaban diariamente la frontera y en 2013 una llegada masiva de civiles copó el recién estrenado campo de refugiados de Zaatari con historias de bombardeos y torturas en las cárceles. Y el único dato objetivo es que la única fuerza área en Siria hasta la llegada de la coalición internacional contra el Estado Islámico (EI) –otro capítulo que nada tiene que ver con el conflicto interno– era la del régimen de Al Asad.
Así otro año más hasta que en 2013, gran parte de los sirios entrevistados escapaban de no sabían quién: una violencia en aumento en cada pueblo, cada villa; cañozados desde el suelo, pero también matanzas a cuchilladas en cada casa y ataques con morteros: grupos radicales, con gran número de extranjeros, que participaban a favor del Gobierno o la oposición a costa del pueblo sirio.
El año 2014 trajo el protagonismo al Dáesh o Estado Islámico (EI), un grupo terrorista criado en Irak, amamantado en Siria y hecho de nuevo adulto en el mes de junio con su conquista de territorio iraquí, cuya existencia replica muchos más argumentos que los que quieren vincularlo a la narrativa siria y utilizarlo hoy como excusa en la resolución. Aquí se nos perdió la narrativa. Un problema que ha resultado afectar no sólo a una parte de Oriente Medio, donde el conflicto resulta asumible, sino al mundo entero. Y así nos enteramos de lo ocurrido cuando los disparos sonaron en Europa y los refugiados huyeron en masa hacia nuestro bienestar.
Porque estos cinco años no son sólo los de la destrucción de un país (que nos recuerda tantos destruidos, porque son más las nacionalidades que llegan estos días a nuestras fronteras) , sino los de unos cambios relacionales, también influidos por las nuevas tecnologías de la comunicación con buenas y peores intenciones, que no alcanzamos a entender. Nos ha servido para simplificar que hace cinco años comenzó una guerra, aún no explicando con esa «asunción» lo que ocurrió.
La pragmática siempre conllevó una falta de perspectiva, de hacer política; pero hoy se necesita más que nunca ante la complejidad. Por eso, Al Asad ha vuelto a ser la mejor opción aunque algo tuviera que ver en esto que convenimos llamar guerra.