Solo con humildad podremos saber quiénes somos los seres humanos, hacia dónde vamos, qué significado esconden nuestras vidas, por qué se ve nuestra cultura globalizadora empeñada en destruir a las demás culturas, por qué algunos seres humanos solo buscan beneficios transformando el planeta en dinero.
Con la humildad que da el saber que puede ser que la tan ensalzada cultura tecnológica y “del progreso” en la que nos hallamos, no se trata sino de una cultura más de la humanidad, y que en tanto destructora masiva de los recursos naturales del planeta, una cultura equivocada.
Hace mucho tiempo que he frecuentado esta opinión y tanto más en cuanto a que he podido tener la oportunidad de convivir con diversas culturas ancestrales atestiguando su inmensa sabiduría.
En este artículo intento transmitir al lector tan solo un pequeño atisbo de esas cosas que pude en su día aprender, en este caso concretamente de la cultura tibetana.
En el Tíbet, cuando un ser humano se topa con otro en la inmensidad de sus llanuras, proclama su saludo ¡Tashi Delek! en elevando la palma de sus manos hacia el cielo, como en agradecimiento a todo el universo que le rodea y el otro, en correspondencia habrá de responderle; ¡Delek Tashi!, haciendo el mismo gesto.
La cortesía, quizás para mí uno de los más bellos saludos que he podido escuchar significa;
¡Que todos los buenos auspicios recaigan sobre ti y sobre tu entorno!
Hace unos años, ascendía el valle de una cordillera Tibetana junto a un grupo de nativos que habían dedicado ese día a rendir honor a sus caballos.
Marchando a pie por una de las zonas más escarpadas, una mujer Tibetana se tomó el esfuerzo de desmontar su caballo y tomar una lombriz que se debatía agonizando ante el poderoso sol que calentaba nuestro sendero. Envolviéndola en las hojas que encontró de un arbusto, la retuvo dentro de la palma de su mano y continuamos cabalgando junto a ella durante tanto tiempo que me olvide de su gesto.
Al volver a descender el valle y hallándonos frente al barro que formaba una cascada que caía de la montaña, horadó ligeramente el terreno y labrando un pequeño hueco, depositó cuidadosamente allí a la lombriz, para que pudiera seguir viviendo. La lombriz se deslizó en el barro y desapareció bajo la tierra. Por todo gesto de explicación, la mujer nos dirigió una sonrisa rebosante de encanto y serenidad.
Más tarde y al borde del río y a la vera de nuestros caballos, los Tibetanos nos repartieron tortas de Tsampa y mantequilla de Yak y cuando una vez saciados vieron que nos dejábamos un poco de aquella harina de Tsampa en el fondo de nuestros cuencos nos reprendieron con una mueca de disgusto.
Ayudar a todos los seres vivos
“Mal Karma. El universo os ofrece comida cuando muchos no pueden comer y sin embargo la abandonáis para que se seque al borde del río. En los monasterios Tibetanos cuando los monjes hacen algo así tienen que pagar una penitencia y hacer algo por los demás, por la naturaleza o por ayudar a algún ser vivo.”
Después de haber dado cuenta de lo que restaba en el fondo de nuestros cuencos y de haber cubierto la distancia que nos separaba del monasterio más próximo cuyo dorado techo brillaba devolviendo el mismo fulgor del sol y que poco a poco y cada vez más tenuemente se tornaba de naranja a rojizo a medida que atardecía, dimos allí con nuestros caballos y nos paseamos disfrutando de aquel atardecer que se tornaba en crepúsculo.
En una de las zonas más elevadas que circundaban el monasterio Tibetano y sobre un pequeño montículo desde donde se divisaba todo el resto del valle se podían distinguir algunos gruesos postes de madera y cuando nos aproximamos, curiosamente pudimos distinguir que sobre tres de ellos había tres animales muertos; en uno un ratón y en los otros dos, dos pájaros en estado de descomposición.
Sus cuerpos, de alguna manera habían sido dispuestos como si pudieran tener vistas hacia toda la inmensidad que desde allí se extendía, en un ademán como si pudieran elevarse sobre toda aquella bellísima grandeza.
Cuando cuestioné a los Tibetanos para saber a qué obedecía aquello, uno de ellos respondió;
“Son almas de seres que han muerto. Sus almas buscan otro cuerpo, elevándose en el valle. Son almas de seres que una vez disfrutaron de la misma vida que disfrutamos tú o yo ahora. Elevándolos y dejándolos encima de los postes es nuestra manera de despedirnos de ellos y de rendirles respeto. En nuestra cultura respetamos a todos los seres vivos.”
A lo largo de los días en que permanecí junto a ellos escuché acerca de su filosofía basada en una perfecta interacción con la naturaleza, en un profundo respeto hacia todo lo existente y acerca de cómo la más mínima acción podía tener repercusiones en todo su universo, ese mismo universo en el que convivimos todos los seres humanos. De acuerdo a ellos no se trataba de juzgar las acciones de los demás seres humanos, sino de cumplir cada uno con su propósito de ayudar y de expandir el bien para con todos los seres vivos del universo, independientemente de que los resultados pudieran ser fructuosos o no. El bien no se buscaba para con uno mismo, sino en un deseo de que todos pudieran participar de él.
“Los arboles cuando se talan lloran, pero no los escuchamos. Cuando los bosques se talan, la naturaleza entera deja de respirar, los pájaros ya no construyen sus nidos. Los ríos cuando los ensuciamos protestan desbordándose. Venimos de la naturaleza, es ella la madre de los seres humanos. Cuando arrancamos una hoja hacemos daño al árbol que la sustenta y al andar ¿Podemos evitar el pisar a los minúsculos insectos? ¿Podemos ayudar a algunos seres vivos para que no mueran innecesariamente?¿Porque hemos de pisar una pequeña flor o una lombriz errante?
Al poco tiempo de aquella experiencia Tibetana, regresaba a Camboya en donde residía por entonces.
En Phnom Penh, cuando llegaba la estación seca, cada mañana me levantaba muy temprano a fin de ejercitarme en el paseo de la estatua del rey Nohrodom Sihanouk y a medida que empezaba el día, observaba de vez en cuando alguna lombriz que había salido de una zona de vegetación se debatía inútilmente para no morir abrasada por los rayos del sol.
Si bien la primera vez pasé junto a una de aquellas sin mayor atención, aquella visión de la mujer Tibetana que durante tanto tiempo acogió una lombriz en su mano para poder salvarla ejerció un inevitable poder sobre mi manera de pensar; volviendo sobre mis pasos, tome una hoja húmeda y sostuve la lombriz en mi mano para liberarla más tarde en una zona de vegetación.
Las circunstancias hicieron que cada amanecer que me dirigía al mismo lugar para hacer ejercicio repitiera una y otra vez la misma acción, siendo contemplado por algunos locales que tras cuestionarme, les expliqué aquella enseñanza Tibetana de que todos los seres vivos tenían importancia. Como era de esperar, obtuve alguna burla, pero a lo largo de los días siguientes me percaté de que alguna de las mujeres y hasta algún joven que me habían visto varias veces realizando aquel acto, lo hacían ellos mismos, e incluso cuando le pregunte a un señor mayor que paseaba por allí por qué quería salvar a una lombriz dijo que porque su hijo le había dicho que “en la cultura Tibetana tienen importancia todos los seres vivos”. El ejemplo de la mujer Tibetana había tenido influencia en Camboya.
Hoy en día medito sobre el cambio climático y sobre el papel fundamental que podrían ejercer los gobiernos en educar a la población para crear un sumo respeto hacia el medio ambiente y la totalidad de la biología que nos rodea en lugar de impulsar una educación cuya única meta sea el perseguir los beneficios económicos o crear seres robotizados que lo único que hacen es consumir sin darse plena cuenta de ello.
¿Alguien ha pensado alguna vez que pasaría si en lugar de inculcarnos prensa rosa, fútbol, programas intrascendentes, anuncios de consumo y demás banalidades, se nos educara a todos para salvar nuestro planeta?
El papel de un gobierno justo es el de proporcionar una educación a sus ciudadanos, y ha llegado el momento de que para superar el reto del Cambio Climático se implemente un amplio programa que pueda llegar a todos los ciudadanos del planeta. Si nuestra cultura tecnológica de la globalización y de la destrucción no es capaz de dar respuestas, tendrá utilidad basarse en las respuestas educativas que puedan dar culturas ancestrales que han sobrevivido así durante miles de años.
Que sepa todo el mundo que si queremos salvar el planeta esto también es por nuestros hijos, quienes de no hacerlo, serán quienes paguen el día de mañana las consecuencias.
Ojalá algún día no muy lejano los seres humanos nos podamos saludar elevando la palma de las manos hacia el cielo, y en un ademán como hacen los Tibetanos cuando agradecen su existencia al universo exclamar: