Un nuevo libro de Terry Eagleton trata las nuevas manifestaciones de la cultura y su deriva en los primeros años del siglo XXI
Cada vez se hace más difícil hablar de cultura porque es este un concepto sometido a interpretaciones cambiantes, más complejas a medida que sus implicaciones sociales y económicas evolucionan con la historia. La idea más extendida de cultura es aquella que la define como fruto de la ilustración que se obtiene a través de una formación preferentemente académica, aunque hay otros conceptos de cultura que son deudores más de la experiencia y de las relaciones sociales que de la educación.
Tenemos que agradecer a Terry Eagleton sus ensayos sobre la cultura y sus manifestaciones, sobre todo por la claridad de sus exposiciones y la documentación en la que sostiene sus planteamientos. Nos llega ahora su último libro, precisamente titulado “Cultura” (Ed. Taurus), en el que amplía sus anteriores aportaciones sobre el tema y analiza la evolución histórica de los diversos conceptos de cultura a la luz de las doctrinas de Edmund Burke, Johann Gottfried Herder, T.S. Eliot, Marx, Friedrich Schiller y Oscar Wilde.
Para Eagleton, además de un corpus de obras intelectuales y artísticas, la cultura es un proceso de desarrollo espiritual e intelectual, un conjunto de valores, costumbres y creencias, y una forma de vida. Sobre estos cuatro conceptos desarrolla el contenido de un ensayo cuya lectura, muy amena, resulta enriquecedora para ampliar los significados de la cultura en las sociedades contemporáneas.
Cultura y civilización
En un principio las palabras cultura y civilización se utilizaban como sinónimos, pero durante la revolución industrial la cultura llegó a poner en entredicho los valores de la civilización al considerar que la implantación del nuevo modelo económico venía a destruir los valores vigentes, desde el paisaje y las costumbres hasta la formación humanística. Así pues, el nacimiento del concepto moderno de cultura como valor nació como idea opuesta a la de civilización, considerada ésta como barbarie, un concepto que también llevaba implícito el rechazo a la idea de revolución. Con el tiempo ambos conceptos permanecieron separados, con significados diferentes, pero unidos por lazos comunes e indispensables. La cultura sería una criatura de la civilización sin la cual no podría sobrevivir. La civilización ligaría lo material de la industria con lo espiritual de la cultura: para hacer libros se necesitan fábricas de papel.
A lo largo de todo el siglo XIX la cultura no pudo evadir los debates sobre colonialismo y antropología propios de la época, así como las consideraciones acerca de la decadencia de los valores religiosos imperantes hasta entonces. Con el siglo XX llegó el nacimiento de la cultura de masas, ligada a las industrias culturales (los filósofos de la Escuela de Frankfurt llegaron a identificar ambos términos) pero también aparecieron nuevos conceptos de cultura relacionados con las polémicas del multiculturalismo y las identidades. En cuanto a la religión, se pensó que la cultura podría llenar el hueco de la muerte de Dios, a la vista de los sustitutos fallidos que había dejado la modernidad, pero la cultura también resultó incapaz de asumir esa tarea porque “la religión es la forma más poderosa, persistente, universal, tenaz y arraigada de cultura popular que la historia ha presenciado” (p.157).
Eagleton derriba algunos mitos creados alrededor de los nuevos conceptos de cultura al poner en duda los valores absolutos de ciertas doctrinas como el culturalismo (según el cual la cultura tiene fundamentos universales) y el relativismo cultural (que insta a comprender las características propias de todas las culturas, incluso las más aberrantes). Para Eagleton ni la pluralidad es un valor en sí mismo (no lo es la existencia de partidos neofascistas ni la existencia de mil marcas de cereales para el desayuno) ni la hibridación es siempre positiva. Ni toda uniformidad es perniciosa (sería muy importante que todas las personas exigieran la abolición de la prostitución infantil) ni la exclusión es siempre mala (es malo prohibir a las mujeres que conduzcan automóviles pero no lo sería excluir a los neonazis del cuerpo de profesores). Tampoco, añade, hay que entusiasmarse con todas las minorías: la clase dominante es una de esas minorías.
Industria cultural y cultura de masas
En el siglo XX la cultura pasa a ser un sector rentable gracias a los nuevos medios: la radio, el cine, la televisión, la música grabada, la publicidad, la prensa de masas, la literatura popular… convierten la cultura en beneficios económicos que facilitan la extensión de su influencia por todo el mundo a costa de su banalización y mercantilización y permitiendo la colonización del entretenimiento y la creatividad por el capitalismo. Con todo, para Eagleton la colonización más perversa es la de la crítica, cuya expresión más clara es la decadencia de las universidades como centros de crítica humana, convertidas en empresas seudocapitalistas y en órganos de mercado a la altura de los establecimientos de comida rápida.
La división clásica de la cultura en cultura de élite, cultura de masas y cultura popular ha encontrado en la sociedad actual una dificultad para su estricta definición. El concepto de cultura de masas lleva implícito de manera sutil la idea de que su calidad no está a la altura o al nivel de la cultura de élite, la denominada alta cultura, de aquellos productos culturales consumidos por las élites adiestradas en el gusto refinado de las clases sociales superiores, pues de esto se trata cuando se habla de alta y baja cultura. Los partidarios de desmontar esta tesis recuerdan que los dramas de Shakespeare y las comedias de Lope de Vega fueron creados para el consumo masivo, que Dostoievski y Víctor Hugo escribieron sus grandes obras en formatos por entregas o que la ópera nació como un espectáculo popular.
Para Eagleton la diferencia entre alta cultura y cultura popular no se corresponde con los conceptos de buena y mala cultura. En la cultura de masas hay figuras que tienen una calidad extraordinaria (cita a Hitchcock, a John Coltrane, a Philip K. Dick) y creadores de alta cultura sobrevalorados.
Aprecia las ventajas de la industria cultural, que hace posible que millones de personas escuchen simultáneamente una ópera de Verdi y que una película sobre una novela de Dickens provoque la venta de miles de ejemplares de la obra original. A veces la cultura de élite se resistió a ser masificada y consumida y para ello oscureció sus lenguajes, fragmentó sus formas, insistió en su pureza y dio lugar a las vanguardias: “El experimento artístico que conocemos como vanguardia tiene muchas fuentes, pero la incansable resistencia a la cultura de masas ciertamente es una de ellas” (p.159).