La pintura de Verónica Alonso de los Ríos es, como su título indica, poesía del frío, una condensación surgida de él y que a él volverá cuando todo termine… Sin embargo, su contemplación, lejos de enfriar el alma, la calienta como una anticipación beatífica -un poco bucólica- del espíritu navideño que tan propicio es a las ensoñaciones y que tantos recuerdos y nostalgias suscita en nosotros.
¿Recuerdos y nostalgias de qué? ¿Es que hemos sido esquimales alguna vez? Quién sabe.
La exposición, en diciembre de 2015 en el Colegio de Caminos de Madrid, estaba llena de niños -tres de ellos hijos de Verónica, madre jovencísima que además trabaja- correteando entre los hielos sin la menor muestra de asombro ante tal novedoso entorno.
Vean si no esos abedules envueltos en el blanco helado de su entorno polar y que, solitarios o en grupo, se yerguen incólumes sosteniendo al cárabo lapón, único valiente que hasta allí se atreve a llevar su nota de negror; sorpréndanse ante ese alga rosa que, como un guiño inocente y astuto a la vez, reverbera entre el blanco zafándose del azul, más frío aún; párense cerca de los farallones helados de distinto tipo (anaranjados, azulados, verdosos) que les salen al paso sin prisa pero de los que se ve desprenderse el hielo para caer al mar, o ante las banquisas (azules, planas, grises, verdosas y niebla) que los hielos del Ártico más cúbico, natural y plano que hayan visto en su vida, homenajean al pasar.
Pero sobre todo, párense en medio de una arbolada sin árboles, contemplen esos osos niños al lado de la osa, esos bebés de oso que desde lejos tienen cara humana y que, cuando te acercas, son apenas dos trazos de pincel que los envuelven como una mortaja -de sus mamás confeccionada, por el frío-, y véanlos por fin más tarde nadando en familia, lo que prueba que han sobrevivido para llegar juntos al verano Austral…
Por todo este fervor helado, por todo este culto al frío como perfección que se percibe a sí misma, sorprende a la vuelta de una columna encontrarse de frente con una tortuga gigante nadando tranquila en aguas templadas, ella sola lejos de los vientos y las tormentas que acucian a los otros, tan tranquila y sabia la que tenían por tontita, repantingada y dispuesta a seguir en esa paraíso otros cuatrocientos años. Y cosa curiosa, los niños a la tortuga no la hacían ni caso, creo que ya es un tótem familiar.
Muy buena descripción! A mí me gustó mucho también cómo incluyó la artista a los pingüinos.