Las justas y legítimas demandas de buena parte de la población de Guatemala, mayoritariamente urbana, deben encontrar un cauce que conduzca a depurar al Estado y no solo concluya en un control de daños.
Antes del 25 de abril, los escépticos descartaban la posibilidad de una manifestación multitudinaria. Después de ese día han sido ríos de tinta y aludes de palabras las que han proliferado.
Nadie ha sido aún capaz de articular esta manifestación de inconformidad. La espontaneidad es, al mismo tiempo, clave de su éxito, pero obstáculo para definir, hasta ahora, un rumbo y un horizonte que le proporcione sentido de mayor trascendencia, en términos de proyección estratégica, consideración que no niega, en lo absoluto, la relevancia de lo que ocurre.
Es, sin duda, una de las mayores crisis políticas del tiempo de la democracia. Las diferencias sociales parecen haberse borrado entre los sectores urbanos y clases medias. Lo que une a todos es la repulsión de una realidad que es producto de un proceso largamente incubado, que ahora se expresó con grosera evidencia.
Pero la preocupación fundamental debería ser vislumbrar el destino de esta crisis.
Hay que aprovechar que hasta nuestro poderoso vecino del norte está inquieto porque ve amenazados sus intereses geopolíticos por la descomposición sistémica en su “patio trasero”.
Ahora bien, para muchos de los implicados, la angustia empieza a estar en lo que esta crisis puede producir. Los sectores conservadores temen una explosión de “populismo”.
Muchos actores sociales y políticos, nacionales e internacionales, están preocupados por una ruptura institucional, a pocos meses del recambio electoral. Hablan de que este gobierno hay que llevarlo, como procesión, hasta el 14 de enero, para lo cual la salida de la vicepresidenta es indispensable para calmar la indignación ciudadana.
Y hay algo que alimenta la angustia de dichos sectores: el involucramiento de la población rural que ya empezó a manifestarse con la comparecencia de los Cantones de Totonicapán, cuya legitimidad social e histórica es incuestionable.
En esta suma de demandas y angustias, el resultado será simplemente superar la crisis para que prevalezca la “normalidad democrática”. Esta es una puerta falsa, que conduce al mismo laberinto donde hemos estado metidos.
La Conferencia Episcopal ha agregado un elemento muy importante: que devuelvan lo robado, demanda ética incuestionable, pero insuficiente.
Hay que aprovechar la crisis, para que sea una oportunidad de transformación y no un capítulo de catarsis colectiva.
No sería justo que solo pintemos de democracia la misma putrefacción sistémica. Hay que aprovechar la indignación manifestada, que aún es básicamente urbana, para recuperar, en su dimensión apropiada, el estado de Derecho. Pero eso pasa por construir, sobre esta pluralidad lograda, un acuerdo social y político sobre, por lo menos, cuatro temas: reformar el sistema de partidos políticos, garantizar la independencia judicial, normar el servicio civil y fortalecer la capacidad fiscal del Estado.
Esas transformaciones nos colocarían en mejores condiciones para abordar, en otro contexto histórico, las otras realidades dramáticas que nos deberían mantener avergonzados: la pobreza, la exclusión, la desigualdad, la desnutrición infantil, es decir, la injusticia social. Una solución consensuada que afectara sistémicamente la superestructura jurídica y política del Estado crearía condiciones para abordar, sin rupturas dramáticas, esos temas estructurales.