Programar es poder decir algo en el tiempo. Es parecer perennes formas, ésas variadas que rebasan el saber de los anchos grupos de especies y cosas, acompasadas a cada instante sin romper su molde.
¿Qué sincronía soporta virar acompasadamente miles de ojos en la más profunda mirada y en este arrebato poder suponer el día y la hora de lo singular… cuando ocurra? La fábrica del nosotros es el relato de un espontáneo para entenderse por sorpresa. Pues para contar historias se debe saber cuánto duran las cosas, una a una y cuantificadamente; y después saber contar para modular esta historia entre otros y otras de los que oyen.
Me dirijo a nosotros. Sobre un escenario puedo ser una forma para quienes quieran saber de mí por mí y mi indumentaria tras el sonido gutural determinado. Pero para el arte es necesario un trabajo colectivo que pretenda requerir del público-nosotros al desear una expectativa, el aplauso cerrado. Si no, más vale salir al mundo, al mayor mundo. Entonces, fuera del control del deseo, trabándonos en retículas otras, desplazamos el nosotros hacia algunos de los vosotros que estuvisteis en la brecha del margen angosto, sin saber que los espacios y ágoras del discurso pertenecían al espacio-infinito de las cosas. Siempre hemos querido más de un mundo. Recordad el ‘Telón de acero’ y tras éste el telón de la nueva ‘virtualidad’, aunque el mensaje siempre fue el mismo: «[…] estamos aquí por tu seguridad». Seguimos en la parsimonia de la constante del mensaje, seguro.
Antes y ahora no es lo mismo. Cuando antes es antes de la ‘Gran Revolución’, ahora que podemos nombrar los años en los almanaques antiguos digitalizados. Intentad recordad 1989, el año en el que Laurent Fignon perdió el Tour de los franceses por 8 segundos en su bicentenario de la otra revolución (muy escaso tiempo para recordar todo un bicentenario)… Pero antes de aquel Tour, en marzo, Tim Berners-Lee ofreció su primera propuesta de ‘Web’ y generó la primera comunicación cliente-servidor a través del protocolo ‘http’ en noviembre de 1989, y todo esto, mientras caía el ‘Muro de Berlín’ el 9 y era aprobada la Convención de Derechos del Niño el 20 de ese mismo mes y año, noviembre de 1989. En aquella frontera del tiempo, de aquel mes y año, 8 segundos fueron suficientes para zanjar la Revolución burguesa, y semanas de un mes fueron suficientes para situarnos sobre la avanzada del fin del milenio.
Las grandes revoluciones son demasiado silenciosas pues se olvidan cuando realmente ocurrieron. Integramos esa manía de perpetuar conjuntos de mensajes para querer comprender que deben de significar algo que todo el mundo comprende de igual manera… cuando sólo son microprocesos con otros.
Soy un defensor de los microprocesos pero me preocupa este ‘nosotros’ por los excluidos. En este acto de exclusión continuamos en el cliché de ‘estamos para protegerte’ y ‘existen dos mundos’. Antes de 1989 el terror era el arsenal nuclear de la URSS (Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas), tras esto el terror pudieron ser los alienígenas y su ‘Guerra de los mundos’ o, por no decirlo (hoy que celebramos ‘Safer Internet Day’), esa idea beligerante de lo virtual. Siempre dos mundos donde estamos abducidos en esa réplica personal del bien y del mal. Hobbes lo entienda.
Yo me niego y reniego a entenderlo. No podemos citar sobre la misma escena al ‘nosotros’ y al ‘yo te protejo’, sólo Mozart tenía ese privilegio de invocar los secretos de la ‘masonería’ en su ‘Flauta mágica’ tras ‘Papageno’, y programar algo humorístico con sentido veladamente operístico y como tal escénico, aunque ello le supusiera probablemente la muerte… (quisiera recordar ahora, también, en este año de su bicentenario de nacimiento a Juan Prim y Prats, a propósito de la masonería y su velado asesinato, en la fecha del procesamiento de una ‘Borbón’).
A estas alturas, debo de ser apóstata o simplemente un hereje por no creerme estos lemas pomposos que suenan a antes de la ‘Gran revolución’:
Let’s create a better internet together
En algún sentido, se utilizará para azotaros a vosotros, los niños.