Siglos lleva el ser humano, llevamos, cantando las importancias del amor, sus devenires, sus causas, sus derrotas, sus éxitos, siempre relativos, sus altivas intenciones, sus tempestades, sus curas, sus ímpetus, sus anhelos, sus caricias, sus ausencias… Todo en el mundo es amor, todo es presencia o falta de cariño, todo se justifica y/o se explica por sus dosis suficientes o insuficientes.
Lo bueno del amor, de la estima, de la admiración, es que no hay dos casos iguales. Puede haber mimetismos, pero no igualitarismos, y eso nos hace especiales a todos y cada uno de los hombres y de las mujeres que en la historia han sido, o que son, y que serán.
En esta especie de locura colectiva en la que nos hemos introducido en el mundo moderno y supuestamente avanzado, el amor genuino, el auténtico, el que tiene el pelaje de la verdad, está en vías de extinción. La premura, las soledades, la búsqueda de la materia superficial y otros tantos elementos insulsos han hecho del amor de la juventud (ese por el que todos pasamos y que tiene el valor incalculable de hacernos felices por siempre, o todo lo contrario) una especie en vías de extinción.
Por ello, hay que protegerlo, porque es ese amor de años mozos el que traza todo lo que ha de venir, o no, después. Si no colocamos a tiempo la simiente de la amistad y del cariño en sus versiones ciertas y determinantes, luego es casi un imposible, aunque puede darse, claro, como un hecho milagroso, que también hay que ponderar.
Porque creemos en el amor, porque creo, queridos amigos y amigas, he hecho este texto, y, porque creo, como dice el Evangelio, busco la salvación humana, la mía también.