Las reservas mundiales de petróleo se agotarán dentro de veinte o treinta años. Prepárense para la nueva era; la era de las restricciones. La advertencia, formulada en el invierno de 1972 por un alto cargo de la Compañía Nacional Iraní de Petróleo (NIOC), se convirtió en mi mantra durante lustros. Tardé en comprender el verdadero significado del mensaje: mi interlocutor se refería a las reservas mundiales de petróleo conocidas o, mejor dicho, inventariadas por los productores de oro negro: las multinacionales anglosajonas y las pocas empresas nacionalizadas por los regímenes autoritarios del mundo árabe.
A finales de la década de los 70 del pasado siglo, cuando los países miembros de la OPEP iniciaron un prudente acercamiento a los Estados productores de petróleo no miembros del cartel, los temores de los técnicos de Teherán parecían confirmarse. O tal vez…
¿Escasez o superabundancia? Los niveles de producción de los nuevos actores – los países de la no-OPEP, más conocidos en los últimos años como la agrupación OPEP+ – desvelaban nuevos horizontes. Entre los países que entraban en liza figuraban Rusia, los Estados Unidos, Canadá, México, Noruega, las antiguas repúblicas soviéticas del Cáucaso. A más caudal, más competencia. La OPEP ya no podía fijar unilateralmente el precio de referencia de los crudos: sus nuevos socios – aunque siempre competidores – se regían por otros baremos.
Algunos de los recién llegados se sumaron al bloque liderado por Rusia. Otros, como por ejemplo Estados Unidos, Canadá o Brasil optaron por abrir otros frente: el de los independientes. Con razón: la multipolarización del sector afectaba sus intereses.
Durante décadas, la industria petrolera trató de ajustar los precios del crudo a la creciente demanda mundial y también a las cotizaciones, siempre al alza, de los países del “primer mundo” – Noruega, Canadá y los Estados Unidos, obligados a soportar costes de producción más elevados. Las plataformas del Mar del Norte empleaban tecnologías más sofisticadas que los pozos situados en los desiertos de Cercano Oriente; los yacimientos de Texas o Dakota funcionaban gracias a la fracturación hidráulica – el fracking – método sumamente costoso, poco rentable en países donde el oro negro sale a raudales.
Durante décadas, el modus operandi funcionó. Sin embargo, hace 17 años, tras la aparición de otro virus chino, el SARS, los precios cayeron en un tercio y la economía mundial registró pérdidas estimadas en alrededor de 60.000 de millones de dólares. El mercado tardó más de un año en recuperarse.
A finales de 2019, los exportadores de petróleo advirtieron los primeros síntomas de una nueva recesión económica. El peligro de una pandemia estaba en el aire, pero no se había materializado. Sin embargo, los productores de la OPEP y, concretamente, Arabia Saudita, apostaron por una reducción sustanciosa de los niveles de producción, indispensable para mantener la cotización de los precios. La propuesta de Riad, que invalidaba el acuerdo con los miembros de OPEP+, contemplaba una disminución de 10 millones de barriles diarios e la producción de ambos bloques, contando también con la posible ¡y deseada! reducción de los independientes – Estados Unidos y Canadá.
Ante la negativa de Rusia de aceptar el ofrecimiento de Riad, los saudíes decidieron abrir el grifo, inundando el marcado con petróleo barato. La guerra entre los feudales de Riad y los apostatas de Moscú, finalizó la pasada semana con un inevitable acuerdo. Aún así, cabe suponer que la cotización del crudo no volverá a alcanzar los niveles del pasado año: la recesión económica y los efectos colaterales del coronavirus entorpecerán la recuperación.
¿Petróleo a 31, 32 ó 35 dólares por barril? Rusia y Arabia Saudita pueden permitirse este lujo. No es este el caso de los petroleros de Texas o Dakota. No hay que extrañarse, pues, si el día en que se dieron a conocer los detalles del nuevo acuerdo entre los dos grandes bloques, un ejecutivo de la compañía rusa de petróleo expresó su satisfacción con la escueta frase: Y ahora, a por ellos.