Entras en una sala de cine, en la de tu pueblo en tu infancia, por ejemplo, una que ya no existe donde ahora hay un banco, entras y te sientas, bajas los hombros, te haces cine, hueles a cine, a palomitas y a limón, al fieltro de las butacas, al frío de la pantalla, tiembla sobre ti la magia, el haz del proyector, un disparo de niebla hacia el blanco lienzo, brillas en la oscuridad y suena un terremoto y suena una canción y escuchas una voz y otra, sueñas que estás soñando en la sala de cine, en el templo de las estrellas: Pixar, Woody Allen, Billy Wilder, John Wayne, Pedro Almodóvar…
Pixar: se dice pronto. Tu nombre me sabe a cine, a niños me sabe, a humanos muy humanos, y a dibujos, a personas de carne y hueso hechas de ceros y unos pero de carne y hueso, como mis hijos, como yo, como Buzz y como Woody, como el viejo de Up y su mujer muerta, como Wall-E y su latón de latonera. Pixar, cueva de Alí Babá sin ladrones donde los tesoros del pasado, donde los tesoros de siempre, donde los sueños se sueñan: tu nombre me sabe a cine, a sala de cine y a cine de cuarto de estar; tu nombre me sabe a hijo y me sabe a hija. Pixar, es tu sabroso nombre un nombre exacto para una patria.
Qué triste es reírse a veces, qué alegría saberse un ratón en una biblioteca de narices de payaso: cierro los ojos y tus ojos son cine, cine en estado puro, en estado latente, palpitante y gozoso. Suenan tus jazzes y tu siglo veinte elegante y tan callejero y tan todo, se desliza esa cámara tuya escrita con astucia de carcajada, lo hace frente a humanos de caricatura de gato con solera, se desliza y huelo tu Nueva York desde mi Madriz, lo palpo en las balas sobre Broadway y lo adelgazo en ese Manhattan a pleno Hudson. ¡Qué esperanza de pistolas de jabón aromático, cuánto estupor de gánster dislocado, cuánta película por rodar en el Universo! Pero tú ya me has dicho lo que sabes y lo que ignoras, sobre todo lo que ignoras, me lo has cantado con tu cine, con esa voz tuya de arte mayor, de arte a la altura de la vida sonrojante donde cocinamos, donde nos amamos y nos burlamos, esa voz tuya de focos en la ciudad de los sueños. Me lo has mostrado en el fragor de tus películas de oro, en esas obras de arte en las que te empeñas en darnos la felicidad, esas maravillas que en ocasiones son tus arañazos sin cicatriz. Gracias, Woody, sigue recordándome qué pinto yo aquí.
¿Me pone con Dios? Y veo el mundo con faldas y a lo loco [jolines con la ‘traducción’], se me caen los palos del sombrajo, uno a uno, descacharrantes como una fotografía del dolor, como un instante sutil y humano demasiado humano. Dios es ese señor venido de Austria, huido de la Europa calcinada, es puro cine en estado sólido, puro cine de líquido áureo en blanco y negro.
Billy que me contemplas desde el cielo de las butacas, Billy de las pantallas templos para los labios: cómo sabías casi todo, que nadie es perfecto, por ejemplo, y que en los ojos de Jack Lemmon cabía el siglo XX.
Mejor que seas tú, John Wayne, con ese andar tuyo que era tan cine, como el (andar) de Henry Fonda; eres tú, John Wayne, una sacudida de pasado, de tiempo repelido, de cuando los cines, los cowboys y los güisquis, las cantinas y los forajidos; de tranquilo nada, eras puro estupor de tormenta, esa reciedumbre a favor de la ley siempre y de las buenas costumbres, las de los rancios, pero con qué porte; eres tú, John Wayne, como mi duda entre lo bueno y lo mejor.
Dolor y gloria. Almodóvar, Pedro Almodóvar: fuimos un desvanecimiento ante el primer deseo, fuimos el olor de una sala de cine cuando al mundo le sobraba el rebosar de la familia, le bastaba con la fiebre de la imaginación y el glorioso dolor de los sueños. Fuiste, eres, SERÁS… DOLOR Y GLORIA.