A propósito de «caranchoa»: humillar al débil, un agravante

La libertad de expresión no ampara las humillaciones, una forma de agresión, sobre todo porque añade escarnio al agravio cuando se dirigen contra personas con poca capacidad para defenderse.

Carlos Miguélez Monroy[1]

Un joven se acerca a un repartidor para preguntarle por una dirección y, cuando éste le da algunas indicaciones, le dice: “pero vamos a ver, caranchoa…”. El lenguaje corporal del repartidor se asemeja de pronto al de un depredador a punto de atacar, pero el casi adolescente de apariencia escuálida trata de calmarlo con una sonrisa y con la afirmación de que se trata de una broma, de que hay una cámara. Pero el repartidor le suelta un manotazo seco en la cara después de un segundo “caranchoa”, casi imperceptible.

En cuestión de horas ha recibido miles de visitas el video del Youtuber Mr. Granbomba, como se conocía a este joven que, hasta el incidente de “caranchoa”, dedicaba su tiempo a grabarse mientras hace este tipo de bromas. En otro video, afuera del hospital con su parte de lesiones, asegura ante sus seguidores virtuales que va a denunciar al agresor.

El incidente generó debate entre quienes argumentaban que merecía ese bofetón y quienes sostenían que el repartidor había ido demasiado lejos, que nada justifica una agresión física ni ningún tipo de violencia.

Ante la proliferación de “graciosos” por Internet que suben estos videos, tendrá relevancia la jurisprudencia que sienten las decisiones de los juzgados en casos como éste. Se pueden producir agresiones como respuesta, aunque muchas de las “bromas” que infligen se pueden considerar también agresiones, incluso de mayor gravedad por la indefensión de muchas de las víctimas a las que usan esos Youtubers para “cubrirse de gloria” con miles de visitas.

Así fue el caso de un repartidor de pizzas al que un Youtuber recibió con gas pimienta en los ojos o el de una persona sin hogar al que le dieron unas galletas rellenas de pasta de dientes.

Cabe preguntarse qué pasaría si el repartidor, en un comprensible arrebato de ira, respondiera con violencia, o si alguien indignado por presenciar la escena de la persona sin hogar increpara al gracioso, la escena subiera de tono y se produjera alguna agresión.

La libertad de expresión no ampara las humillaciones, una forma de agresión, sobre todo porque añade escarnio al agravio cuando se dirigen contra personas con poca capacidad para defenderse.

Escudarse en esa supuesta libertad contribuye a normalizar las agresiones que padecen las personas más débiles de nuestra sociedad. Hablamos de las personas sin hogar, de inmigrantes sin papeles, de personas con discapacidad o con alguna enfermedad mental o incluso de personas mayores desorientadas y con cualquier tipo de dolencias.

Un 42 % de las personas encuestadas en el último Recuento de Personas sin Hogar en Madrid asegura haber sido víctima de alguna agresión, denunciada sólo en un 42 % de los casos. Los delitos de odio no sólo están motivados por motivos “raciales”, pues no todas las víctimas provienen de otros países, hablan otros idiomas o tienen un tono oscuro en el color de la piel.

Se llega a hablar de aporofobia, de agresiones que surgen como producto de un desprecio a la persona que no tiene, al pobre, en sociedades que han deificado la riqueza material y la fama por encima de todo.

Muchas legislaciones no cuentan con suficiente desarrollo para resolver el agravante que supone agredir a personas vulnerables. Pero la respuesta tampoco está sólo en endurecer leyes que, muchas veces, ya son rígidas y excesivas de por sí. Se trata de darles mayor entidad a las víctimas más vulnerables ante ciertas agresiones.

Las noticias se empiezan a hacer eco de los insultos, de los golpes y de las humillaciones, pero los medios de comunicación aún pueden hacer más a la hora de generar debates públicos de calidad que impliquen a los padres y a las instituciones que tienen la responsabilidad de educar a niños y jóvenes. Esto puede frenar la normalización de actitudes preocupantes en un ambiente político que criminaliza cada vez más al inmigrante, al pobre, a la persona que sufre algún tipo de adicción.

Se trata de que los agresores se sientan menos amparados por su entorno para realizar este tipo de humillaciones. Se sentirán cada vez más solos en Facebook y en Twitter cuando perciban la soledad de no recibir un “me gusta” o de que nadie comparta su lamentable publicación.

  1. Carlos Miguélez Monroy es periodista

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