Roberto Cataldi [1]
Cuando tenía alrededor de once años, presencié un escándalo que aún conservo en mi memoria. Entonces estaba en el coro de niños del Teatro Argentino de La Plata, era barítono, y había llegado allí por mi tía, una soprano lírica que pertenecía al elenco estable.
Una noche se presentaba la ópera Tosca en versión moderna del joven régisseur Tito Capobianco y, al finalizar el primer acto, con un teatro colmado de público, un pequeño grupo de jóvenes comenzó a proferir gritos y críticas a la representación, deteniendo la función. Recuerdo que estábamos en un palco, y mi tía, a viva voz, pedía que se comportasen, pero no hacían caso, eran alumnos del veterano maestro Mattioli, quien defendía a capa y espada la versión original. Lo cierto es que con ese alboroto lograban interrumpir la función, mientras los acomodadores los conminaban a que abandonasen la platea.
Tosca es una ópera trágica, ambientada en la época de Napoleón Bonaparte y, junto a Madama Butterfly y La Bohème, constituye el trío operístico más célebre de Giacomo Puccini. Con tanto griterío, yo no entendía lo que sucedía, pero finalmente la ópera continuó. En fin, ya a esa edad pude ser testigo presencial de la intolerancia y la agresividad que se vive en el mundo del arte.
Decidí evocar este episodio sucedido en mi infancia porque hace unos días, en Italia, se alteró el montaje de la ópera Carmen, de Bizet, y se produjo otro escándalo. En efecto, Carmen, en vez de ser ultimada por don José de acuerdo a la versión original, decide asesinarlo, pues, ahora es el maltratador quien muere y no su víctima. Este cambio argumental sorpresivo sería motivado por la necesidad de denunciar los femicidios actuales. Como era de esperar, en los medios y en la red surgieron opiniones para todos los gustos. Y esto se articula con las denuncias por acoso sexual en el mundo cinematográfico de Hollywood, que han destapado una olla podrida, el movimiento Me Too, la carta de las cien artistas e intelectuales francesas encabezada por la bella Catherine Deneuve donde se critica un supuesto clima de puritanismo inquisitorial, así como otras manifestaciones sexistas que día a día toman estado público y denuncian a celebrities del arte y la política. Estoy de acuerdo en que se sepa la verdad y que los acosadores no queden impunes, pero que todo aquel que sea denunciado pueda defenderse, caso contrario alentaremos una caza de brujas.
Hace unos años le obsequié a Mara, mi mujer, un ejemplar de Una mujer en Berlín, diario que la autora llevó durante los meses previos y posteriores a la caída de Berlín y cuya identidad está guardada bajo siete llaves. El libro narra situaciones que tocan lo más profundo de la sensibilidad humana. Dice que en una ocasión llevaba en la bolsa de las compras un libro envuelto, la novela Hambre de Knut Hamsun, y que un ladrón se lo robó confundiendo el libro con la cartilla de racionamiento. La autora, en un pasaje describe una comida y al respecto dice: “Ya había avanzado unas diez líneas cuando volví a ese pasaje. Lo leí quizás una docena de veces y me sorprendí arañando las letras con las uñas como si pudiera entresacar esa comida –prolijamente escrita– desde la letra impresa. Vaya locura. Es el comienzo de una demencia leve por hambre”. No hay duda que con hambre la mente termina por claudicar, por eso los políticos deberían entender que no se puede adoctrinar con el estómago vacío. Por su parte, Virginia Wolf sostenía que uno no puede pensar, amar, dormir bien, si previamente no ha cenado bien.
La autora berlinesa fue acusada de incurrir en “desvergonzada inmoralidad” por mencionar las violaciones que sufrieron mujeres alemanas a manos de los soldados rusos, quienes consideraban que éstas formaban parte del botín de guerra, situación que viene sucediendo desde tiempos inmemoriales. Ésta es una triste historia, desgarrante, por eso muchos prefieren olvidarla o quizá negarla. Anthony Beevor sostiene que, con la caída de Berlín, al menos dos millones de mujeres alemanas fueron violadas por el Ejército Rojo y, añade, que entre los años 1945 y 1948 habría habido dos millones de abortos como consecuencia de las violaciones. Es sabido que en el Ejército Rojo era muy difícil mantener la disciplina, ya que por las noches los soldados se emborrachaban y salían por las calles a practicar su deporte favorito: la violación; si bien es cierto que muchos oficiales rusos estaban en desacuerdo con esa conducta impropia. Dicen que cuando a Stalin le informaban sobre estas violaciones, él respondía, con tono de pregunta y cierto cinismo, si acaso sus soldados no tenían derecho a divertirse (…) Bajo la ocupación militar rusa, el tema se convirtió en tabú, un pacto de silencio cubrió a la destruida Berlín, sin embargo el libro cobró actualidad y vulneró esa omertá, para usar un término de la mafia siciliana que apela al honor del silencio por los delitos cometidos.
Hoy por hoy afloran muchas historias que colectivamente estaban reprimidas y, esta nueva situación, permite que ciertos pactos se diluyan y surja la discusión, porque convengamos que ya no sólo se trata del terrible Holocausto a manos de los nazis, existieron muchas otras situaciones inhumanas que revelan la alienación que dominó en el Siglo XX y que los escribidores de la historia oficial se han propuesto ignorar. Anthony Beevor también comenta que, durante la Guerra Civil Española, el ejército africano en su avance sobre Madrid comandado por Francisco Franco no respetó a esposas e hijas de sindicalistas, quienes a menudo eran violadas e incluso asesinadas por soldados marroquíes. En fin, actitud idéntica asumieron hace unos años soldados serbios con mujeres de Bosnia. Por su parte, Japón finalmente ha pedido perdón a Corea del Sur por las mujeres que sometió a esclavitud convirtiéndolas en prostitutas para satisfacer el apetito de sus tropas; fueron unas 200 000 mujeres obligadas a trabajar en burdeles, a las que eufemísticamente llamaban “mujeres de confort”.
En estos días en Myamar, un país de tradición budista, mujeres y niñas rohinyás musulmanas son violadas sistemáticamente por soldaos birmanos. La violación sería utilizada como un arma de guerra para obligar a los rohingyas a abandonar definitivamente la tierra en que se instalaron sus ancestros y que huyan a Bangladesh. Mientras tanto, Daw Aung San Suu Kyi, aquella viuda que despertó la admiración de muchos por permanecer durante quince años arrestada en su domicilio y hacer campaña por la democracia, y a quien por sus méritos le adjudicaron el Premio Nobel de la Paz, hoy en el poder, permanece en silencio ante la brutal limpieza étnica. Un claro ejemplo de lo que yo llamó la visión sesgada de los “derechos humanos”.
Para un pintor, un músico o un escritor, vivir de su profesión no es sencillo. Kafka trabajó toda su vida como agente de seguros, desde las ocho de la mañana hasta las seis de la tarde. T.S. Elliot trabajaba durante el día en el banco y por las noches se dedicaba a escribir cuando lograba liberarse de ese “espíritu envenenado”. Italo Svevo ya había publicado sus primeros libros cuando se hizo cargo de la fábrica familiar. Dejó de escribir durante casi veinte años y, no es que el trabajo fuese tan absorbente que no le dejase ningún resquicio del día para escribir algo, no quería dejarse tentar, sabía que si escribía una sola línea terminaría arruinando la fábrica y caería en una frustración. Quiso paliar ese vacío estudiando violín, más tarde el idioma inglés con su joven amigo James Joyce, quien viviendo en Roma cumplía con desgana su trabajo en un banco. Gracias a Joyce, Svevo habría retornado a las letras. Logró convertirse en un gran industrial pese a sus ideas socialistas. Siendo judío se movía entre católicos intransigentes y hacía vida de sociedad, aunque tenía un carácter solitario. Todo ello reforzaba su pose de “observador divertido”.
David Hume padeció la pobreza y la intrascendencia. Su primer trabajo estable lo logró a los cuarenta años, como bibliotecario en los Tribunales de Edimburgo, y pasaron muchos años para que el público llegase a conocerlo. Su meta era la razón, a la que siguió dondequiera que lo condujese. No creo que nadie haya tenido más confianza en la razón que él, quien, pese a estar emparentado con la aristocracia, no dejaba de ser un pariente pobre. En cambio, para Tolstoi, la razón no le había enseñado nada, todo se lo había dado el corazón, mientras que Descartes pensaba que todo el mundo cree tener suficiente razón (…)
- Roberto Miguel Cataldi Amatriain es médico de profesión y ensayista cultivador de humanidades, para cuyo desarrollo creó junto a su familia la Fundación Internacional Cataldo Amatriain (FICA)