Ahí estamos. Pelota-niño. Ecuación perfecta, rotundamente inmejorable. “Dale una pelota a un niño y será feliz”
Admisión–compresión–expansión–escape. Mejor no preguntarnos si nos acordábamos de los nombres de los tiempos del ciclo de combustión del motor de cuatro tiempos. Algunos, como en el caso de un servidor, que el próximo año hará cincuenta en que con dieciocho, emigrante–estudiante, me saqué el carné de conducir en Alemania en alemán, no solo no me acordaba de cómo se dice en español sino que tampoco ni lejanamente en alemán, y eso que fue una de las preguntas en el examen oral: Eins. Ansaugen – Zwei. Verdichten – Drei. Arbeiten – Vier. Ausstoßen. Ay, Señor.
En fin, que vaya si nos hace falta reciclaje, pero de lo que sí nos acordamos todos indefectiblemente de nuestros tiempos de autoescuela es de la más sagrada de todas las normas a la hora de ponernos al volante para lanzarnos a la calle a conducir un coche: “Detrás de una pelota siempre aparece un niño.”
Ahí estamos. Pelota-niño. Ecuación perfecta, rotundamente inmejorable. “Dale una pelota a un niño y será feliz.” Una pelota de trapo nos bastaba a los chavales de mi generación en el barrio coruñés de Monte Alto para realizarnos no solo como chicos sino también como personas cargadas de futuro. También para luchar contra el viento. Las pelotas hechas con hojas de periódico bien prensadas y húmedas, primorosamente atadas con cuerda, daban un resultado muy majo hasta que sufrían el puntapié definitivo que las acababa deshaciendo. La pelota es ni más ni menos que el juguete paradigma… hasta hoy, en que somos abuelos a los que nuestros nietos ponen a prueba.
Frente a la play station y la intemerata de vídeojuegos y opciones miles de entretenimiento virtual, reivindicar los juegos sociales bien puede proponerse como una línea de evangelización. Jugar una partida de ajedrez sigue siendo hoy como ayer acicate de lo más placentero y educativo para el desarrollo del ocio inteligente. O los campeonatos de “Esgrima bíblica”, impepinable manera de aprender Biblia. Eso, para la mens sana. Para el sano corpore, no hay otra: una pelota.
Instrumento de juego, sin duda, a la vista está, pero también, sobre todo, instrumento de relación social. La pelota pide compañía, primero en el equipo propio, luego en el contrario. Entrenamos en equipo, jugamos contra otro equipo.
Los niños de esta fotografía bien podrían aspirar tranquilamente a ser nombrados “Niños del Año” por alguna de las innumerables agencias e instituciones que la ONU tiene a cargo de altos funcionarios que probablemente no sepan lo que es disponerte jugar unos minutos camino del colegio en el Hogar de Santa Margarita en un patio abierto en la calle Zalaeta en La Coruña y encontrarte con que no hay pelota y habéis de improvisarla con desperdicios que encontrábamos en la calle. Cuando, pasados los años, la zona se ha convertido en el exclusivo complejo urbano de apartamentos y pisos de lujo de Zaraeta, solo te cabe desear que la inmisericorde política de recortes no condene al abandono los campos de deportes y polideportivos.
Haya bonanza o haya crisis –pero probablemente más cuando hay crisis– una pelota es la fórmula mágica para que los niños den de sí no solo lo mejor en el ejercicio físico, sino también en el aspecto social –juegan en equipo, contra otros equipos– y también espiritual. Una pelota pide ser jugada –con los pies y la cabeza en el fútbol, con las manos en el baloncesto– e introducida en el lugar solícitamente guardado por otra cuadrilla de atletas… (Alcalde Tierno en su Bando del Mundial de Fútbol, 11 de junio de 1982).
En cualquier caso, la pelota pide… compañeros y adversarios. En cuanto le das dos botes, una pelota quiere… campo… y equipo. Dicho y hecho, el próximo domingo haremos una apología del campo y el siguiente, del equipo.
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