Sabemos que la fiera tiene intención de apoderarse de la zona; no lo permitiremos. Esta frase, un tanto ambigua, no la encontramos en un tratado de cinegética, sino en las actas de una reunión internacional. Conviene puntualizar: la fiera es Rusia y la solemne y agresiva advertencia aparece en un discurso pronunciado por un ministro de Asuntos Exteriores en la reciente cumbre encuentro de la Alianza Atlántica celebrada en Bucarest.
¿La zona? Se trata, como podrá imaginar, estimado lector, de los Balcanes occidentales, una región descuidada hasta ahora por los eurócratas de Bruselas, pero cortejada por la plana mayor de la OTAN. De hecho, la mayoría de los Estados balcánicos invitados al aquelarre de la capital rumana se han integrado en la Alianza. Serbia, la oveja negra de los Balcanes, no tiene interés alguno de sentarse en la mesa con los atlantistas: el recuerdo de los bombardeos de la década de los años noventa sigue vivo. Sin embargo…
Hace unos días, las autoridades de Belgrado estuvieron presentes en la cumbre auspiciada en Tirana por la UE, en la que las primeras espadas del club de Bruselas trataron de convencer a los seis candidatos a la adhesión –Albania, Bosnia, Kosovo, Macedonia del Norte, Montenegro y Serbia- que no se les había olvidado o ninguneado, que el porvenir de la futura generación de europeos será más seguro con la presencia de los Balcanes en la Unión.
Pero el mensaje cayó en saco roto: los balcánicos desconfían de las promesas, de los bellos discursos de los eurócratas. La pregunta que se plantean es muy sencilla: ¿Por qué nos quieren dentro de la UE? ¿Para que la región no caiga en las manos de los rusos o los chinos? Los subsidios comunitarios no solucionan nuestros problemas… La experiencia de sus vecinos más afortunados –Bulgaria y Rumania– justifica plenamente su desconfianza. Las promesas no van de par con las exigencias de Bruselas.
El proceso de ampliación de la Unión Europea, acelerado tras la atomización y el desmantelamiento de la URSS, hizo caso omiso de los requisitos básicos aplicables a los nuevos candidatos. Algunos, como por ejemplo Polonia y Hungría, tuvieron la suerte de sortear los obstáculos ideados por los eurotecnócratas. Otros, menos afortunados, se sienten humillados y ofendidos por la altanería o la mala fe de quienes pueden permitirse el lujo de inventar nuevas y absurdas trabas. Este ha sido el caso de los tres candidatos al ingreso en el espacio Schengen –Croacia, Bulgaria y Rumania– cuya accidentada adhesión a la zona de libre circulación ha provocado un tsunami en las capitales comunitarias.
Croacia, antigua aliada del régimen hitleriano durante la Segunda Guerra Mundial, no tropezó con las reticencias de los ministros de Interior de la UE a la hora de avalar su solicitud de ingreso.
Rumanía y Bulgaria, que llevan once años esperando la bendición de sus colegas, se encontraron nuevamente con el portazo de los centroeuropeos. En este caso concreto, el niet o, mejor dicho, el nein, procede del ministro austriaco de Interior, Gerhard Karner, al que se le sumó a última hora su homologo holandés.
Curiosamente, los holandeses, que vetaron durante años la integración de Rumanía en Schengen, temiendo la competencia del puerto de mercancías Constantza a las estructuras de Rotterdam, trataron de corregir los tiros, achacando a Bulgaria supuestas violaciones de los derechos humanos por la policía de fronteras. Las acusaciones, formuladas después de la publicación de un informe comunitario que señala que ambos países –Bulgaria y Rumanía– cumplen todos los requisitos para la adhesión a Schengen, sorprendió a la élite de la UE. Más aún, teniendo en cuenta la corrupción denunciada en reiteradas ocasiones por la clase política búlgara, empeñada en erradicar esta lacra.
Igual de rocambolesca pareció la acusación formulada por el ministro austriaco de Interior. Karner afirmó que las autoridades de Bucarest no controlan las fronteras, convertidas en un auténtico coladero para la emigración ilegal procedente de Oriente Medio. Sabido es que la emigración generada por el efecto llamada de la excanciller Merkel no tuvo repercusión alguna en Rumanía, país que los emigrantes procuraban evitar por ser demasiado… pobre.
Lo que parece olvidar –voluntaria o involuntariamente- el titular de Interior austriaco, es que su país había aprovechado al máximo los recursos naturales de Rumania, que se había convertido en uno de los mayores suministradores de gas natural del Mar Negro. Viena logró monopolizar gran parte de las exportaciones rumanas, imponiendo sus condiciones a las autoridades de Bucarest.
Unos años antes, la empresa austriaca Holzindustrie Schweighofer, que controlaba el sector maderero de Rumanía, fue acusada por las organizaciones ecologistas de llevar a cabo la desforestación sistemática del país. De hecho, la masa forestal de Rumanía pasó de 8,5 millones de hectáreas de bosque a unos 6,3 millones. La madera enviada a Austria servía para la fabricación de muebles de alta gama. Según la Agencia de Investigación Medioambiental Europea (EIA), la tasa de desforestación de Rumanía es la más alta de Europa. La última razzia austriaca, que culminó con la tala de varios centenares de hectáreas de bosque, sirvió para un objetivo más… noble: el abastecimiento con madera para chimenea del mercado centroeuropeo.
Detalle insólito: el consejero delegado de Holzindustrie Schweighofer fue galardonado por sus buenos y leales servicios por el presidente rumano, Klaus Iohannis, antiguo alcalde de Sibiu y presidente, durante más de una década, del Foro Democrático de los Alemanes en Rumania, agrupación de la etnia germana de Transilvania.
La reacción de los rumanos al nein de los austriacos fue instantánea: políticos y empresarios exigieron la cancelación de las cuentas en los dos bancos austriacos que operan en el país: el Raiffeisen y el Erste, La retirada de fondos empezó a materializarse pocas horas después del portazo de Bruselas. ¿Un mero preludio? Y pensar que a los rumanos (y los búlgaros) la fiera les queda mucho más cerca que a sus vecinos del sur. Y también, que a los balcánicos no les acaba de convencer la idea de convertirse en… socios de segunda categoría del cada vez menos armónico club de Bruselas.
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