El tribunal de lo criminal de París ha condenado, el 28 de marzo de 2017, al venezolano Ilich Ramirez Sanchez, más conocido como Carlos, de 67 años, a cadena perpetua por el atentado que en 1974 causó dos muertos y 34 heridos en el Drugstore Publicis, de París.
Carlos es una de las últimas leyendas vivas del terrorismo internacional de los años 1970/80 del siglo XX. Encarcelado en Francia, en la prisión parisina de La Santé desde 1994, cuenta ya con dos condenas anteriores a cadena perpetua por el asesinato en 1975 de tres personas, entre ellas dos policías, en París, y por cuatro atentados con explosivos que causaron once muertos y cerca de 150 heridos, en 1982 y 1983, en la capital francesa, en Marsella y en dos trenes.
Según escribe Serge Raffy, en el diario francés L’Obs, Carlos, también conocido como “el Chacal”, está considerado “el hombre más peligroso de todos los tiempos”, el enemigo público número uno de los gobiernos occidentales: “cuando Europa era objetivo de ataques anti-imperialistas en nombre de la causa palestina”, es un hombre seductor, admirador de Che Guevara y teórico de la revolución “que trabajó para los países del Este europeo, los palestinos y los sirios, organizando atentados”.
Nacido en 1949 en una familia rica de Caracas, es hijo de un abogado “millonario y marxista ortodoxo”, que a sus hijos les pone los nombres de Vladimir, Ilich y Lenin. Carlos (Ilich) lleva una existencia de niño y adolescente rico, su padre le habla de Simón Bolívar, Zapata y otros revolucionarios. Ilich dice a sus compañeros de colegio que “solo las balas tienen sentido”. La familia le envía a Londres a aprender inglés y “buenos modales”; él, por su cuenta, aprende ruso con una anciana emigrada.
En 1969 está en Moscú, estudiando en la Universidad Patrice Lumumba. Los sucesivos jueces que le han juzgado consideran que en sus dos años en Rusia se encuentra la clave de la transformación de Ilich en Carlos; aunque también los aprovecha para cenar en los mejores restaurantes de la calle Gorki, cortejar a disintas mujeres y organizar broncas sonadas.
En este tiempo, Carlos desaparece durante siete meses; se supone que los pasa en algún centro de formación del KGB. El regreso coincide con su expulsión de la universidad por “gamberrismo”; también le acusan de anticomunista. Todo parece ser un montaje planificado para reenviarle a Occidente como “agente secreto” soviético.
En 1970, junto a los fedayines del Frente de Liberación Popular de Palestina, aprende a manejar el Kalachnikov: “La revolución está allí, entre los montes de Yemen y las riberas del Jordán”. En aquellos campos desérticos conoce a los miembros de la banda alemana Meinhof: parece probado que Ulrike Meinhof le entregó un pasaporte alemán a cambio de armas. Y después, aparece en todas partes “no solo en los atentados que ha reivindicado como propios (hasta 83 muertos), también sostiene logístca y económicamente otras actuaciones mortales”.
Quería imitar a su ídolo, Che Guevara, “pero solo fue un James Bond asesino, que vivió en la clandestinidad”. Tras la caída del Muro de Berlín sus “padrinos” le fueron abandonando poco a poco. En 1990 se fue a vivir a Siria, con su mujer, Magdalena Kopp, alemana, y su hija Rosa de 8 años; según los servicios secretos que nunca le perdieron de vista, se aburría mucho en Damasco y cada vez tenía más debilidad por el Johnnie Walker black label.
Pasado un tiempo, Carlos “soldado perdido” empieza a ser un engorro para los países que le acogen: Siria, Irak, Libia y Yemen se lo quitan de encima sucesivamente; busca nuevos apoyos en Irán. Le detienen en Jartum, Sudán, la madrugada del 15 de agosto de 1994, cuando ya no es el “bombero” más temido del mundo. La detención fue un secuestro, llevado a cabo por su escolta, armado, que lo trasladó a un aeropuerto privado y lo entregó a miembros de la policía secreta francesa, quienes lo sacaron del país por la fuerza, violando el derecho internacional aunque con el consentimeinto del gobierno sudanés: lo montaron en un avión que aterrizó en Francia.
Para entonces, el “fantomas” revolucionario ultraizquierdista se había convertido en un quincuagenario mercenario, negociante y traficante de armas. Acababa de ingresar en un hospital “para hacerse una liposuccion en la cintura”, según un médico sudanés; “para reparar un testículo ulcerado”, según el interesado. Carlos, el terrorista más sanguinario y más buscado en Europa, era “una moneda de cambio devaluada”, un personaje del pasado, un activista abandonado, casado en segundas nupcias con una jordana.
“Hoy, en su celda, gasta mucho dinero en lavandería y tinte. Solo disfruta de un paseo diario en un patio minúsculo, y le han prohibido asistir a las clases de francés. Para combatir el aburrimiento, se ha suscrito a 150 revistas de distintos países”. “Siente pasión por las marcas”, dicen sus amigos, que le llevan a la cárcel paquetes de buen café, cohibas y camisas Lacoste. “Siempre ha tenido un pie en el lujo y otro en la revolución”, en la “Jetrevolution”.