A partir de hoy, 5 de noviembre de 2018, y hasta dentro de cuatro meses, el mexicano Joaquin Guzmán Loera, el Chapo, estará sentado en el banquillo de los acusados de la corte federal de Brooklyn, acusado de liderar el mayor cartel de la droga del mundo. Además, se le imputa haber estado enviando cocaína a EE. UU. durante veinticinco años.
Oriundo de Sinaloa (Badiraguato, 4 de abril de 1957), Estado situado en el Golfo de California, eminentemente agrícola, pero también profundamente dedicado al narcotráfico, Guzmán comenzó siendo un campesino casi iletrado en las plantaciones de amapola.
Fue capturado por primera vez en Guatemala, en 1993, y extraditado a México. Ingresó en una cárcel (supuestamente) de alta seguridad, de donde consiguió escapar en un carrito de ropa sucia, según cuentan las crónicas. Varios años después le volvieron a detener y esta vez le enviaron a una cárcel mucho más segura, de donde volvió a escapar al más puro estilo hollywoodense: desde la calle excavaron un túnel que llegaba al baño de su celda.
Por último, quizás gracias a la recompensa de cinco millones de dólares que ofrecían a quien ayudara a detenerle, el 8 de enero de 2016 los medios de todo el mundo ofrecían las imágenes de su detención en Los Mochis, Sinaloa. Es decir, en su territorio. Estados Unidos reclamó la extradición y lo consiguió.
El sinaloense pisó la cárcel estadounidense en enero de 2017 y allí ha permanecido rodeado por grandes medidas de seguridad. Ni siquiera sus abogados han podido estar con él sin mediar una mampara de cristal por medio. A sus 61 años se enfrenta a una pena de cadena perpetua.
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