El holocausto visto desde dentro del horror
Gran Premio del Jurado y Premio Fipresci en el Festival de Cannes 2015, «El hijo de Saúl», opera prima del húngaro Laszlo Nemes (38 años) es “una obra original y potente, tanto por su tema como por sus opciones de puesta en escena” (Julio Feo, Periodistas en español).
Una historia del holocausto en los campos de la muerte nazis que inevitablemente recuerda la vieja Kapo (1961) de Gillo Pontecorvo pues, lo mismo que aquella, el personaje principal es uno de los kapos o sonderkomandos, deportados judíos presos que –elegidos por los verdugos- conducían a las cámaras de gas, a cientos de miles de judíos y antifascistas; después se encargaban de transportar los cuerpos al crematorio y dispersar las cenizas en riachuelos cercanos.
Los kapos –un engranaje más de la mecánica genocida- tenían un estatuto especial en el campo, lo que en absoluto significaba que quedaran al margen de la permanente violencia de los crueles militares nazis; sencillamente, mientras ejercían su función estaban seguros de conservar la vida. Y eso era lo que hacían: intentar sobrevivir en aquel clima de odio y muerte aunque, cuando presentó la película en Cannes, el realizador declaró que “la historia de los campos no es una historia de supervivencia, sino de muerte”.
El hijo de Saúl, basado en un libro de testimonios de supervivientes de los campos de muerte titulado “Voces bajo las cenizas”, cuenta los avatares de uno de aquellos kapos, Saúl Auslander –interpretado por el actor y escritor húngaro Geza Rohrig-, integrante de una brigada de limpiadores de cadáveres en Auschwitz que presencia la muerte de un joven judío, que continuaba respirando tras haber pasado por la cámara de gas, y al que los médicos nazis quieren hacer una autopsia.
Identificando al adolescente con su propio hijo, y queriendo salvar a un muerto ya que no puede hacerlo con un vivo, Saúl intenta robar el cadáver, y encontrar un rabino entre los presos, para darle sepultura cumpliendo con el rito de su religión “en ese infierno que va de las cámaras de gas, a los hornos, las salas donde se desnudaba a los presos o las fosas comunes… Un infierno que Nemes filma en formato 40 milímetros, de cerca y siempre desde el punto de vista de su protagonista omnipresente en la imagen (…) El horror queda así siempre desenfocado, o bien fuera de campo. Un hallazgo formal que confiere una poderosa fuerza al relato”[1].
Al aventurarse en el peligroso territorio de la Shoah –que el cine ha contado en múltiples ocasiones, por activa y por pasiva- el debutante Laszlo Nemes tiene el acierto de evitar la mayoría de los tópicos (no por tópicos menos verdaderos) que ha cultivado el género, y no contentarse con la visión más que superficial, y casi siempre alejada de la realidad, que normalmente dan las producciones de Hollywood a este episodio, tan espantoso como dramático, de la historia europea del siglo XX.
Lo que Nemes ha querido mostrar es lo que el escritor y deportado italiano Primo Levi definía como la “zona gris”: la relación entre el verdugo y la víctima, la elección forzosa de hombres y mujeres detenidos para que colaboraran en la eliminación de sus compañeros.