El ser, el saber y la libertad

Será cierto que “el saber nos hace libres”? La pregunta y sus diversas respuestas constituye un clásico de la filosofía de todos los tiempos, tanto en oriente como en occidente, además de ser el non plus ultra de la condición humana, es decir, su máxima posibilidad de sentido. Veámoslo, aunque tal vez no lleguemos a ninguna respuesta.

Carlos Schulmaister

La inteligencia (que nos abre a la libertad) y el espíritu (que lo hace a la dignidad) nos vuelven diferentes a cualquier otro ser viviente. De ahí que cada ser humano sea un individuo, y que haya, en consecuencia, tantas formas posibles de ser individuos como seres humanos particulares existentes. Por ello las condiciones, atributos, facultades y necesidades humanas son inexorablemente inacabadas, además de relativamente previsibles, por cierto. De ahí la historia, es decir, el cruce de tiempo y espacio incardinados en la aventura humana, es decir, en el decurso de lo individual y lo genérico, y de lo individual y lo colectivo, sin importar si los humanos conviven con dioses que ellos mismos han bajado a la tierra o que han elevado a los cielos.

Precisamente por lo inacabado de lo humano la vida social es tal, es como es, en tanto interviene en una dialéctica constante con los procesos de individuación, que hacen de lo humano no un mero gregarismo sino un conjunto más grande y rico que la suma de sus innumerables singularidades, a partir de la posibilidad de autopercepción y de asunción del yo individual.

A lo largo del tiempo la diversidad de lo semejante produjo innumerables plexos normativos que produjeron y profundizaron lo genéricamente humano, lo abstraíble, igualmente presentes en lo específica y particularmente concreto (plexos religiosos, morales, jurídicos, sociales, conductuales, etc), los cuales moldean los comportamientos y los tornan previsibles a fuer de regular la tensión entre lo contingente y lo inexorable en la conducta humana.

Este proceso de regulación es posible a partir de la autopercepción de la doble condición de cada uno en tanto individuo -o particular- y género o humanidad. Pero si la dignidad para unos, y para otros el alma, constituyen la esencia más profunda de lo humano, ellas no existirían sin la facultad perceptiva del yo y de todo lo demás, proporcionada por la inteligencia. Gracias a ésta el género humano se convierte en humanidad, es decir, despliega sus inacabados poderes mediante la creación de cultura. Así los humanos descubren, construyen y conquistan genérica e individualmente porciones cada vez más amplias de humanidad.

Dicho de otro modo, la vida social socorre las necesidades de la dignidad creando los dispositivos prácticos para la satisfacción de los derechos a que aquellas dan origen, en tanto el subsistema social jurídico regula y administra ese proceso, y las religiones pretenden y simulan consagrarlo desde afuera y desde antes de la historia y luego la moral laica lo hace desde adentro y en el tiempo.

Paradójicamente, mientras se produce esa expansión histórica del campo de la dignidad humana, con la aparición y el reconocimiento de nuevas formas y dimensiones, y de nuevas necesidades, derechos y satisfacciones, simultáneamente se crean condiciones que terminan circunscribiendo cada vez más la esfera de humanidad de cada individuo, cosificándolo, empequeñeciéndolo, disminuyendo inexorablemente la utilización y el disfrute real de derechos y gratificaciones. Lo que los hombres han conquistado y arrebatado no sin luchas y sacrificios a los dioses por ellos creados y a los poderes humanos de toda clase, inexorablemente variará su valor práctico y su magnitud pues a la larga o a la corta aquellas fuerzas contrapuestas se reposicionarán o serán sustituidas por otras equivalentes, en todo caso, siempre originadas por el género humano.

Esas dos operaciones de sentido distinto en el derrotero de la humanidad se producen simultánea o diferidamente de modo que el triunfo de una opaca o aniquila por un tiempo a la otra, hasta que comienza nuevamente el ciclo que las convierte en enemigas inveteradas.

La vida social en sus diversos campos y niveles funciona gracias a la condensación del saber adquirido (vía experiencia, tradición o educación) en un plexo de comportamientos e instituciones permanentemente legalizadas, legitimadas y derogadas de acuerdo a las tensiones entre poder y sociedad.

En la práctica, todos los agentes sociales serán a su turno víctimas de ese proceso por tratarse de un eterno retorno, un cursus y recursus constante en el que pueden variar las duraciones de cada etapa pero no el orden de las fases sucesivas: todo lo que sube, baja, y viceversa, y al final “el hilo siempre se corta por lo más delgado”.

Y sin embargo la humanidad avanza, no linealmente sino con retrocesos, desvíos y detenciones, pero avanza. La humanidad, que es cultura interiorizada y exteriorizada, también aumenta, crece y se desarrolla. Al autorrevelar su humanidad el hombre se aleja del animal y se eleva hacia esferas de sensibilidad y valor que él mismo crea. Y lo que gana en cierto sentido es mayor libertad, por más que nunca se corte su dependencia de la naturaleza.

El hombre, como pura naturaleza no conoce la libertad, sólo la cultura le permite vivirla y comprenderla, lo cual suena muy bien y muy optimista respecto de la condición humana.

Siendo el proceso de culturización el camino para la libertad, la educación es su instrumento, de modo que el conocer, y el fruto de ese conocer que es el saber verdadero, liberan. La expresión es esperanzadora: al vencer a la ignorancia la educación quita los grilletes de tobillos y muñecas, pero más aún los del cerebro; al entrar la luz se van las tinieblas.

No obstante, la historia está llena de magníficas creaciones y descubrimientos científicos, de inventos, de tecnología, de técnicas, de teorías sociales, políticas y morales y de grandes avances que han mejorado la condición humana y su calidad de vida; frutos todos del saber acumulado por la civilización, pero también, por estas mismas vías el saber produjo acciones e instrumentos para la dominación, la opresión, la muerte y la bestialización humana, justificados mediante teorías y discursos abominables.

Por tanto, el conocimiento está a la base tanto del bien como del mal. De ahí que muchos filósofos -y muy profundos por cierto, como Krisnamurti- hayan considerado que la ignorancia es la única vía para alcanzar la felicidad, en tanto que otros relativizaron dicha fórmula, por ejemplo sosteniendo que la ignorancia permite la felicidad sólo por un tiempo.

De todos modos, vale aquello de “no hay mal que por bien no venga”, que confirma el planteo de la rotación de sentidos y valoraciones de todo aquello que la humanidad crea. Lo que hoy vale en tal o cual campo mañana puede ya no valer nada, o valer menos, o muy poco. Con la aclaración de que estas fases no son homogéneas ni simultáneas para todos los campos ni todos los objetos. Coexisten pues, en lo social, elementos en baja con otros en suba o amesetados.

Este reconocimiento es evidencia proporcionada por la intuición y la experiencia, y alcanza para que de hecho, cualquiera, y todos de alguna manera, se posicionen desde un plano axiológico frente a los agentes causales del mal. En líneas generales, cuando el mal, el daño o el perjuicio social es causado por la ignorancia, por la ausencia de saber o de educación formal, la inmediata condena social es mucho menor que cuando el mal proviene de la abundancia de saber (incluidas las posibilidades de conocer las consecuencias prácticas de las acciones y sus calificaciones éticas.

Pero si comparamos ambas clases de hechos y de consecuencias posibles se concluye que todos son causa y efecto, verdugo y víctima, en el altar del dios Orden, el cual es asistido por sus oficiantes: meros poseedores y administradores del poder (civil, militar, religioso, político, económico) y sus sabios, que asumen su voz y que casi siempre sobreviven a los eventuales Diluvios que sobrevengan.

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