Leí hace unos días que en Francia los ciudadanos que vayan a trabajar en bicicleta recibirán una paga extra. Acabo de leer que en el municipio rumano de Cluj-Napoca su alcalde ha logrado poner en marcha una campaña para que no paguen billete aquellos viajeros de autobús que se sirvan de la lectura para hacer más amenos sus trayectos. Para los que nos gusta casi tanto ir en bicicleta como leer, noticias como las que acabo de indicar resultan tan reconfortantes que deberían merecer hondas reflexiones.
Aconsejo para ello las que hace el profesor de antropología y etnología Marc Augé (1935) en su delicioso librito «Elogio de la bicicleta» (Editorial Gedisa). Según este autor, la bicicleta representa una hermosa utopía porque con ella, montado en ella y disfrutando de ella, podemos proyectar una ciudad utópica del porvenir, donde la bici y el transporte público sean los únicos medios de desplazamiento. Esa utopía podría tener, incluso, un alcance global, ya que en su modestia este vehículo tan simple nos enseña a estar en armonía nada menos que con el tiempo y el espacio.
El ciclismo, según Augé, es un humanismo que abre con renacidos bríos las puertas de esa utopía y de un futuro ecológico más estimulante para la ciudad del mañana. Para el autor, montar en bici nos devuelve, por un lado, un alma de niño y nos restituye, a la vez, la capacidad de jugar y el sentido de lo real. Vale, pues, como recordatorio (a modo de refuerzo de una vacuna), pero también como formación continua para el aprendizaje de la libertad, de la lucidez y, a través de ellas, tal vez, de algo que se asemejaría a la felicidad.
Algunos llevamos siempre en la mochila de ciclista un libro de poemas para leerlo al aire libre, con todo el empuje de vitalidad, equilibrio y lucidez del que son capaces nuestros pies sobre unos humildes pedales.