En Francia, un cierto resentimiento social de gran parte de los demócratas -sobre todo de militantes y antiguos votantes de los partidos de izquierda- puede poner en riesgo la democracia.
La bella imagen de Emmanuel Macron en otros países de la Unión Europea -entre la mayoría de los europeístas- no se corresponde con las protestas y las fases críticas que han expuesto durante años una sucesión de protestas internas (chalecos amarillos, enseñantes, el mundo rural, etcétera).
Tras la primera vuelta de las elecciones presidenciales, creo que está claro que (esta vez) el voto por la extrema derecha, por Marine Le Pen, es un voto bastante más consolidado que en las elecciones de 2017.
Ante ese peligro, la izquierda clásica y tradicional se diluye y casi ha desaparecido: sumados, el PS y el PCF apenas han logrado obtener un 4 por ciento.
En cambio, resulta admirable la movilización y el éxito (aunque sea relativo) de la France insoumise y de Jean-Luc Mélenchon. Esa movilización incluye a no pocos jóvenes, distantes de estructuras partidarias desgastadas y de la tibieza de los candidatos del ecologismo.
En Francia, los ecologistas nunca han tenido el empuje de sus vecinos alemanes. Durante mucho tiempo, el ecologismo de los franceses se ha expresado con fuerza en campañas persistentes, en grandes activismos y movilizaciones precisas que –sin embargo- no han logrado nunca coordinarse bien hasta alcanzar un verdadero poder institucional. Quizá excepto en París y algunos otros puntos dispersos.
Al otro lado del espectro político, la vieja derecha (de lejano origen gaullista) también ha sido devorada por sus propios demonios. Por sus metamorfosis, corrupciones y vertiginosos cambios de nombre propiciados -en no pocas ocasiones- por las rivalidades personales de sus barones. Ha habido una sucesión de las siglas: RPF, UNR-UDT, UDR, RPR, UMP, etcétera, hasta llegar a las actuales LR (Les Républicains), que han terminado en el actual hundimiento de su porcentaje de votos (por debajo del cinco por ciento). Otra catástrofe de gran calibre.
Porque tras la Guerra Fría, tras Margaret Thatcher y Ronald Reagan, los conservadores de Francia llevaron a cabo un proceso similar al de otras derechas europeas. Los rastros de viejas recetas sociales de los padres fundadores de Europa, del mismo general De Gaulle, se fueron volatilizando en ese camino, ante los credos de la globalización más imprudente y neoliberal.
Después, poco a poco, han ido asumiendo también una cierta normalización de los discursos más irracionales contra la inmigración, junto a programas directamente antisociales. Con frecuencia, se limitaron a moderar, es decir, a reciclar las iniciativas de la extrema derecha.
Su derrotada candidata, Valérie Pécresse (4,79%) ha pedido el voto para Macron en la segunda vuelta sin ni siquiera atreverse a afrontarlo del todo ante su propia militancia. «En conscience», dijo en la noche electoral. Como si estuviera avergonzada de recomendar el voto contra Le Pen o como si le faltara la convicción colectiva de su entorno.
Macron ha ganado la primera vuelta, pero quizá fuera del país no se percibe bien hasta qué punto la cólera social de diversas y dispersas Francias está justificada.
En Francia, la pobreza ha subido de manera paulatina desde hace 15 años.
La enseñanza pública, como otras instituciones clave en el funcionamiento republicano, ha sido precarizada por el macronismo.
El problema es que ese enfado ha crecido hasta unos niveles muy elevados, que sirven a muchísimos para justificar su ausencia de las urnas. Eso puede llevarles a dejar de votar en la segunda vuelta.
Tras la pasada legislatura, desde el mundo de la enseñanza o desde un cierto mundo rural (idealizado, pero olvidado por París), han querido votar en la primera vuelta contra esos desprecios del macronismo. Contra esos olvidos, contra una cierta despreocupación de las élites ante las desigualdades e injusticias sociales.
De modo que el llamado Partido de la Pesca Dominical, es decir, la abstención, se ha convertido en la segunda fuerza en esta primera vuelta. Ese partido está reuniendo los enfados de demasiada gente. Es una gran amenaza contra la posibilidad de reelección del candidato-presidente. Contra las libertades, contra todos, contra esos mismos practicantes del abstencionismo furioso.
Marine Le Pen ha tenido menos votos que Emmanuel Macron, pero su campo muestra un dinamismo concreto, más preciso que en el pasado. Parece contar con apoyos más consolidados que antes.
No sabemos si está convencido o no, pero Macron no debería estar para nada seguro de su victoria.
Y no tiene mucho tiempo para convencer a una gran franja del censo electoral de que puede curar algunas de las heridas más visibles de la sociedad francesa. Tiene dos semanas como máximo: hasta el domingo 24 de abril.
Francia corre un riesgo mayor.
Con ella, también nosotros, también Europa.
Los electores de la izquierda francesa ¿han dejado de ser de izquierdas o la izquierda no ha respondido a sus expectativas?