Nos debemos fundir con el día desde sus primeros instantes. No es una obligación, claro. Tampoco es bueno que nos «vendamos» ese mensaje como una necesidad. Lo que viene impelido no suele funcionar. Así es la naturaleza humana. Consecuentemente, busquemos el equilibrio con sones hermosos.
Las jornadas, aunque no siempre lo tengamos presente, son irrepetibles. No me gusta la actitud de ansiar que lleguen las fechas, pues nos desprende de los segundos cotidianos. Sobre todo, nos puede azogar un tanto el hecho de que aparecen las etapas aguardadas y con celeridad igualmente se diluyen. Así es la vida: ¡qué os puedo contar que no sepáis!
Procuremos, por tanto, que las horas no sean invisibles, ni nuestros rostros, ni los de los demás, que se deben presentar siempre como guías de lo relativas que son las experiencias, así como dándonos referencia de lo fructíferas que pueden llegar a ser.
Me encanta, cuanto estoy en algunos de los muchos actos culturales en los que me involucro, mirar a la gente y advertir que, tras sus caras, hay unas vidas excepcionales. Lo son por el hecho de existir. Lo humano es milagroso por su sencilla perfección. Es cierto que no siempre sacamos partido a lo que nos sucede, pero eso no resta relevancia a cuanto albergamos.
Ser parte de la Naturaleza es el gran atractivo para ser felices. Sé que hay quien duda de la dicha, pero eso es porque la hemos configurado como algo inalcanzable. No es así: surge, se renueva, con el día. La podemos ver en la sonrisa de quienes nos envuelven y en esos desconocidos que forman parte (tanto como nosotros) de la historia de la Creación.
Imagino que todo consiste en hallar los motivos que nos agradan y mejoran sin hacer daño a nadie. Están ahí: mi consejo es que los miremos, y admiremos, desde ahora mismo. No hay prisa, evidentemente, pero tampoco debemos esperar.