Grecia: las cosas como están

En esta columna, Carles Manera sostiene que después del referéndum la situación de Grecia se adentra en lo desconocido y, por tanto, en una gran incertidumbre.

Carles Manera1

El referéndum en Grecia ha aportado el resultado, a mi entender, mejor para encarar la situación. Pero no hay que engañarse: el escenario europeo va a ser complicado. Ante esto, debiera tenerse en cuenta, de una vez por todas, lo siguiente:

Grecia no puede pagar su deuda nacional,  que es mayoritariamente privada y que ha pasado a ser deuda pública por la asunción de toda ella por parte de los gobiernos. Este estado de imposibilidad de pagos no es algo nuevo, ni genuino del caso griego. La Historia Económica nos enseña ejemplos parecidos, que economistas e historiadores económicos han analizado con detalle: véase, en tal aspecto, el trabajo de Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff (Esta vez es distinto, FCE), dos profesores de Harvard y de ideología liberal (por cierto), que han diseccionado los países y las situaciones en las que se ha incurrido en impagos y los años que se tardaron en reorganizar la deuda. Para que se hagan una idea, Alemania conoció en ocho ocasiones la morosidad, con más de una década para reestructurar la deuda. Austria vivió eso 7 veces, con 17 años de reestructuración. Los estudios en los que sustentarse existen y, por tanto, no puede presentarse ahora la situación helénica como insólita o desconocida. Si los gurús de la economía conocieran y asumieran las lecciones del pasado no incurrirían en crasos errores del presente, con consecuencias letales para las poblaciones afectadas por sus medidas.

Se imponen quitas

Esto, que cuando algunos economistas lo decíamos era considerado como una intolerable propuesta, propia de radicales izquierdistas e indocumentados académicos, está ya presente incluso en el discurso oficial del FMI, que cuantifica esa condonación en algo más de 50 mil millones de euros.

Oficiosamente, economistas del Fondo, silenciados por su cúpula institucional, también habían advertido sobre la imposibilidad del pago de la deuda por parte de Grecia. Algo que, por cierto, se ha sabido que la propia Merkel pensaba ya en 2011, ante los datos existentes. Por consiguiente, nuestros análisis, nuestras propuestas, no eran tan descabellados.

El coste para Europa de un Grexit no sería minúsculo, contrariamente a lo que profetizan los economistas del mainstream. Alemania perdería cerca de 90 mil millones de euros, un 3% de su PIB; mientras que España lo haría en unos 44 mil millones de euros, cerca del 4% de su riqueza. Sumen eso, y verán que un epidérmico balance coste-beneficio arroja conclusiones demoledoras. Estas cifras, de ser ciertas (y que tomo del oráculo de Delfos germánico, la institución IFO, cuyos augurios y análisis siguen sin rechistar empresarios, académicos y gobiernos alemanes), demuestran que, en términos porcentuales, superan el cálculo del impago de la deuda griega, fijado en el 2% del PIB de la eurozona. En ambos casos, la credibilidad se lesionaría. Pero eso ya está empezando a suceder ahora mismo, ante la fricción que se ha producido entre el 98% del PIB europeo y ese 2% restante que representa Grecia. Si este ridículo diferencial provoca tantos problemas, es que algo falla en el encaje europeo.

Agenda futura

El resultado del referéndum determina, a mi juicio, una hoja de ruta marcada por las fases que se enuncian enseguida:

a) El BCE debería proporcionar liquidez al sistema financiero griego, para terminar así con el “corralito” y ofrecer garantías plausibles para una recuperación del crédito. Draghi debe actuar, en efecto, como prestamista de última instancia, algo que entendieron, tras varios batacazos, los americanos tras la Gran Depresión en relación a la FED.

b) Reuniones inmediatas entre el gobierno de Atenas y los representantes europeos, desde una premisa clara: en este “juego”, todos los jugadores tienen mucho que perder, de manera que se trata de ofrecer salidas razonables que deberían pasar, de manera ineludible, por una constatación clave: aceptar que la deuda es impagable y que, por tanto, tal y como acaeció en otros episodios de la historia económica europea, se debe proceder a una reestructuración efectiva de la deuda helena. Ni más ni menos.

c) Facilitar un paquete inversor a Grecia, a partir del plan Juncker. Esto, la inversión, es lo que puede salvar la economía helena, junto a otros programas de estímulo de la demanda que pasan, necesariamente, por no afectar la tributación indirecta, que penalizaría el consumo privado y sus decisiones inversoras, y una afectación más directa sobre los tramos más ricos de la renta nacional.

d) Ralentizar las exigencias marcadas en los déficits primarios de las cuentas públicas griegas. Obstinarse en esto –pedir más que lo que se puede ofrecer, objetivamente– no hará más que sangrar todavía con mayor avidez las maltrechas cuentas del gobierno.

e) Relegar los reproches para las conversaciones de café. Ni los griegos son vagos y despilfarradores, ni los negociadores helenos deben presentarse al resto de europeos como tipos insensibles a su situación. Tsipras deberá también modular sus mensajes, y adoptar un discurso superior, centrado en el rigor de los datos. Se imponen visiones elevadas, de Estado y de noción del conjunto europeo. Una idea esencial de democracia continental en la que el referéndum de Grecia supone una piedra angular.

f) Eludir las amenazas de expulsar a Grecia de la eurozona. Nadie en su sano juicio, si apuesta por la unión de Europa, puede mantener obcecadamente que Grecia se debe ir: sería catastrófico para su economía y supondría que Atenas buscara salidas que no convienen para nada a la estabilidad de Europa. A todo ello, dos factores no deben perderse de vista: el proceso de referéndum en Gran Bretaña; y la inestabilidad en la frontera con Rusia, a parte de la estrategia de Pekín, que puede ver ahí un escenario en el que pescar a río revuelto. No pidamos a los griegos lo que ya no pueden ofrecer: bajar todavía más sus pensiones (que ya lo han hecho un 48 %), reducir sus salarios (que ya han perdido el 37 %), penalizar a su población juvenil (que emigra masivamente, toda vez que soporta un 60 % de paro: la pérdida de capital humano lastra el crecimiento futuro), todo ello con un aumento imparable de la deuda pública (80 puntos en los últimos seis años). Grecia ha hecho tales ajustes, que ha dejado por el camino el 30 % de su PIB desde 2007: nadie hizo tanto en tiempos de paz.

Si los mandatarios europeos persisten en sus postulados, Grecia se hundirá de manera irremisible, ante la satisfacción de Bruselas y Francfort por el resultado alcanzado y el triunfo final de la testosterona. Y eso será el germen de una mayor inestabilidad en Europa, con claras amenazas en ciernes (no se olvide que Amanecer Dorado acecha). En una memorable escena de la película Novecento, el cacique Berlingueri arenga, en un paisaje desapacible, a los campesinos ante una mala cosecha y les dice que deben sacrificarse todavía más, cuando sus economías familiares ya están exhaustas. Uno de ellos saca del bolsillo, amenazante y frente la mirada atónita del resto, su pequeña guadaña ante el patrón que, asustado, retrocede. Pero el proletario se la lleva a su oreja y la siega, ofreciéndola al potentado: difícil decir más con menos gestos. “¿Te has hecho daño?, le pregunta la mujer al llegar a casa, mientras toda la familia moja humildemente un mendrugo de pan en un arenque que pende, misérrimo, de una cuerda. “No”, responde el agricultor, con la dignidad del pobre.

No pidamos la oreja de los griegos. Existen vías de sensatez y dinero suficiente para solventar este problema que se ha dejado pudrir por intransigencias ideológicas. La pieza débil del engranaje no es otra que Grecia. Y ésta se ha tratado de defender con el referéndum, para evitar, justamente, que le seccionen la oreja.

  1. Carles Manera es catedrático de Historia Económica y miembro de Economistas Frente a la Crisis, donde se publicó inicialmente este artículo
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