A su Católica Majestad le había costado tomar la decisión, pero ya estaba harto de que la Iglesia le montara un motín cada vez que intentaba implantar alguna reforma, por tímida que fuera, que aportara racionalidad a un Reino anquilosado por siglos de oscurantismo. Por supuesto, antes de decretar la expulsión de los jesuitas, Carlos III había sondeado la posible reacción del Vaticano y no parecía que ésta fuera a ser excesivamente radical, escribe Juan Ignacio Bartolomé, en Economistas Frente a la Crisis.
Desde el Concilio de Trento los jesuitas habían ido creando una organización potente que, en cierta medida, lideraba el pensamiento de la Iglesia Católica española. Estaban especialmente dotados para la intriga y tenían muy clara la importancia del control de la educación para el mantenimiento del poder de la Iglesia. Sobre todo la educación de las élites. En esta línea, la Compañía de Jesús controlaba una institución con un peso considerable, el Seminario de Nobles, donde se formaban los llamados a dirigir la política, la economía y el ejército del Reino.
La salida de la Compañía del territorio creaba un hueco difícil de cubrir y su Majestad recurrió a un personaje ilustrado, un sabio con un vasto y polifacético conocimiento y una trayectoria impresionante como científico, explorador e impulsor de industrias como la construcción naval, tan decisiva para un Imperio donde no se ponía el sol. Carlos III encargó a Jorge Juan la dirección del Seminario de Nobles, consciente de la necesidad de modernizar la formación de los futuros dirigentes.
Desde el principio Jorge Juan se empeñó en lo que probablemente fue uno de sus mayores logros. También el último, pues murió tres años después. Consiguió, tras ardua batalla, que los manuales del Seminario no tuvieran que pasar por la censura de la Inquisición, como era preceptivo. Su intención era aparentemente simple. Quería que sus alumnos supieran que la Tierra daba vueltas alrededor del Sol.
Transcurría la década de 1770, mil quinientos años desde que pensadores griegos enunciaran la teoría heliocéntrica, doscientos años desde que Copérnico demostrara que los planetas giraban en torno al Sol y siglo y medio desde que Kepler dedujera las ecuaciones que plasmaban su recorrido. Hacía también siglo y medio desde que Galileo pronunciara, según se le atribuye, la famosa frase “e pur si muove”, tras librarse de la hoguera aunque no de ser condenado a prisión domiciliaria de por vida. Galileo tuvo suerte, le dejaron retractarse, posiblemente gracias a su antigua amistad con el Papa. Peor fortuna corrió Giordano Bruno. Ardió en la hoguera de la Inquisición, después de horribles torturas, en 1600. Aunque, ciertamente, el delito de Giordano era mucho más grave. No sólo sostenía que los planetas orbitaban en torno al Sol, sino que se atrevió a avanzar una idea que hoy está muy de moda: la posibilidad de que vivieran seres inteligentes en otros planetas. Esto además de herejía era blasfemia. De existir estos seres lo lógico es que tuvieran alma, donde residía la inteligencia, en cuyo caso Jesucristo, para no hacer diferencias, podría haberse visto obligado a redimirlos también. La imagen del Hijo de Dios saltando de planeta en planeta con la cruz a cuestas era insoportable. Evidentemente, Giordano merecía la hoguera y, por supuesto, la excomunión.
Bien es verdad que en los años ochenta del siglo XX el Vaticano reconoció que se había equivocado y le levantó la excomunión, lo que le honra, aunque hay que reconocer que el rato que pasó Giordano Bruno mientras le quemaban más los trescientos ochenta años en que siguió quemándose en el infierno de Dante, hasta que le sacaron, no debieron ser muy agradables. Pero al fin y al cabo la utilidad de la hoguera era que el reo se fuera acostumbrando a lo que le deparaba el averno.
La Iglesia ha seguido impartiendo durante siglos, en condiciones de monopolio, una educación impregnada de su especial opinión sobre los avances científicos, sobre el desarrollo cultural y sobre las relaciones sociales. Cualquiera que haya asistido a colegios religiosos durante la etapa franquista, ¡ya en la segunda mitad del siglo XX!, habrá oído decir a un profesor de ciencias que el único humano descendiente del mono era Darwin, o al profesor de literatura cuya máxima preocupación era señalar los autores y libros que nunca deberían leerse. Las clases de religión, complemento inevitable de una liturgia permanente y obsesiva, trataban de inculcar el miedo como forma de control, con una intensidad que hacía ingenuos a los guionistas de películas de terror. La inocente pregunta de por qué a Dios le gustaba tanto que le adularan era merecedora de un severo castigo. Constantemente proclamaban la infalibilidad de su máximo dirigente, en flagrante contradicción con el método científico basado en la duda y la confirmación de hipótesis mediante la experimentación.
Es cuanto menos surrealista que en pleno siglo XXI se aborde en España una reforma cuyo objetivo es entregar la educación a una institución con el currículo de la Iglesia Católica en este ámbito. Porque no debemos engañarnos, es de lo que se trata. Temas como el conflicto con el idioma catalán solo pretenden distraer de este objetivo. En un contexto de reducción drástica del gasto en formación, la Iglesia ve incrementadas sus percepciones a través de la concertación, con capacidad para implantar sus métodos y sus criterios, para inculcar en la mente de los alumnos sus ideas retrógradas sobre sexualidad, planificación familiar, organización de la sociedad…etc . La asignatura de religión en sustitución de la de educación para la ciudadanía, cuya denostada finalidad era familiarizar a los alumnos con la Constitución y otras leyes vigentes, es una amable cesión que acompaña a las transferencias presupuestarias.
Por recurrir a un ejemplo representativo, muestra de lo que pasa, en la Comunidad de Madrid gobernada por el PP, la inversión por alumno ha bajado de media un 13,5% en la enseñanza pública y solo un 3,4% en los colegios concertados en el último año (datos de los Presupuestos regionales de 2012 y 2013) afectando de manera especial a los institutos públicos (Educación Secundaria Obligatoria, Bachillerato y Formación Profesional), donde el gasto por alumno se ha rebajado en más de 1.000 euros, hasta los 4.230, un 21,7%, mientras que en los mismos niveles educativos en los centros concertados el recorte presupuestario es ocho veces inferior, del 2,6%.
Por su parte, la educación básica en la escuela pública ha visto mermada la inversión por alumno en un 5,2%, mientras los conciertos educativos para esos niveles recibieron de los Presupuestos de la Comunidad de Madrid un 0,3% más que el ejercicio anterior.
En 2013, en el conjunto de España, la Iglesia católica recibirá 4.600 M€ para las actividades educativas que están bajo su control, de los cuales 600 M€ para salarios de profesores de religión seleccionados por los obispos y 4.000 M€ para los 2.400 colegios concertados de la Iglesia, que continúan adoctrinando de manera silente a los 1,3 millones de estudiantes que llenan sus aulas (7 de cada 10 alumnos que cursan sus estudios en un colegios concertados lo hacen en centros titularidad de la Iglesia Católica). Y todo esto con independencia de otros 6.400 M€ que reciben de todas las administraciones públicas no ausentes de relación con la injerencia de la Iglesia en la educación y vida social de nuestro país: 2.800 M€ en asistencia sanitaria y obra social; 2.500 M€ en exenciones tributarias, incluido el impago del IBI; 700 M€ en mantenimiento del patrimonio; 400 M€ en subvenciones y gastos en eventos religiosos diversos; 35 M€ en capellanes castrenses, hospitalarios y penitenciarios y en coparticipación del Gobierno en entidades católicas como la Obra Pía.
A pesar de que el Estado Español se constituye como un Estado laico, en los diferentes gobiernos, cualquiera que fuera su ideología, siempre ha figurado una representación de la Iglesia Católica. Ya se ocupa de ello la aplicación del Concordato, cesión de soberanía que, para más surrealismo, sigue plenamente vigente, entre otras cosas como resultado del “pensamiento débil” de los sucesivos gobiernos socialistas.
En el actual gobierno el representante es el ministro Wert que, con la colaboración del ministro de Justicia, ejerce su papel con contundencia. Está en la lógica de la política de la organización eclesial elegir, entre las posibles alternativas, el Ministerio de Educación. La nueva ley, en consonancia con el resto de las reformas arbitradas por el actual gobierno, nos aboca a una sociedad dual en que la formación de las clases sociales con mayor nivel de renta ve acrecentar la influencia de la Iglesia, mientras la formación de las más débiles sufre recortes que afectan a la calidad de las enseñanzas básicas y medias y a la posibilidad de acceso a la enseñanza superior. La devaluación de la Universidad Pública favorece la expansión de universidades privadas, donde los hijos de las familias con recursos se empapan de conceptos y paradigmas emanados de la ideología de los poderes económicos. Las escuelas de negocios y otros centros de estudio de economía son un ejemplo cuyas dramáticas consecuencias está sufriendo el conjunto de la sociedad.
Se atreven a reiterar el mensaje de que los alumnos sólo pagan una parte de su coste para argumentar la subida de las tasas universitarias. El saber de los ciudadanos revierte en el conjunto de la sociedad y es lógico que ésta sufrague su coste. Lo contrario es restringir el conocimiento a los que pueden pagarlo.
No parecen ser conscientes de la transcendencia que tiene la educación de todos los ciudadanos en la eficacia y el posicionamiento de la economía española en el concierto internacional. Y si lo son, no cabe la menor duda de que, desde los intereses que representan, dan mayor valor a los resultados de una creciente educación confesional en la formación de la ciudadanía ¿O no?