«La velocidad del otoño» se queda en la apariencia

Hubo un tiempo en que se puso en circulación el calificativo genérico asustaviejas para designar a un tipo particular de especuladores inmobiliarios que presionaba a las inquilinas ancianas para que desalojaran los pisos que ocupaban. Solían hacerlo bajo la falsa excusa de amenaza de ruina, para evitar así la indemnización correspondiente.

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La Velocidad del otoño, cartel

El dramaturgo escocés Eric Coble no llega a identificar a dos de los hijos de Alejandra con esos especuladores, pero lo cierto es que una de las razones para tratar de que su madre ingrese en una residencia podría deberse también a esos afanes. Lo sugiere la aludida cuando inicia el diálogo con el tercero de sus hijos, al que no ve desde hace veinte años, y cuyo objetivo es servir de intermediario para convencer a Alejandra de su retiro, habida cuenta la afinidad artística y afectiva entre ellos.

Para ello es imprescindible desarmar literalmente a la anciana, que con 81 años y sin dar muestra alguna de senectud en el desarrollo de la función, se siente capaz de utilizar el líquido de revelado de su difunto marido -reconvertido en materia inflamable a modo de cócteles Molotov- para hacer valer su resistencia, sin que se sepa a cuento de qué debe defenderse así de los suyos por negarse a ir a una residencia. En ningún momento, la amenaza de prender fuego al piso cobra atisbos de verosimilitud porque el libreto no da más juego que el de una comedia un tanto plana y bastante previsible, en la que sus dos personajes pecan de poco fondo, simpleza o incoherencia, y no hay incentivos en su charla que estimulen la atención del respetable. Los que tocan a Cris (Juanjo Artero), apuntando algunos pasajes un poco melodramáticos de su vida, quizá sean los más logrados de la función.

Sin embargo, como con todo y con eso hay dos excelentes profesionales en el espacio escénico –no demasiado sugerente-, la hora y cuarto del espectáculo se lleva bastante bien, más por el magnífico, entregado y en todo momento activo trabajo actoral de Juanjo Artero que por el incuestionable oficio de Lola Herrera, cuyo papel -adaptado a su edad- debería haberle exigido -con el concurso de la directora Magüi Mira– algo más de convicción e intuición para la creación de su personaje.

Hubo aplausos al final y el telón del Liceo de Salamanca se levantó tres veces. El público rió algunos tópicos propios de las relaciones con nuestros mayores y se conformó con un final feliz. A algunos nos hubiera gustado que en escena se plasmara más a fondo el conflicto que se anuncia en el programa de mano: “A los viejos, hoy, los sacamos de sus casas y los entregamos a las instituciones. Han pasado a ser considerados un colectivo improductivo y un lastre para la hacienda pública”. El autor no llegó hasta ahí.

Segunda opinión:

La velocidad del otoño: volver a ser niños, por Nunci de León

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