Les había visto muchas veces, vagando descalzos y cubiertos de harapos hechos jirones. Dormitando por alguna esquina, sucia y oculta del mercado callejero en donde algunos aprovechaban para orinar.
En algunos, su sueño era profundo, cadavérico, lo era tanto que cuando alguien llamaba a algún policía, éste, para comprobar si aún seguían vivos les mecía con la punta de su bota, como si le diera asco y no quisiera ensuciarse. El niño despertado, que no sobrepasaría los once años, entonces alzaba la mirada, recogía su bolsa de pegamento y se levantaba, sabiendo que le tocaba dormitar en alguna otra parte en donde su existir o su mera presencia no estuviera proscrita.
A veces -y yo creo que en añoranza del calor humano que en sus vidas les había sido negado-, al llegar la noche se hacinaban cinco o seis abrazados y guarecidos bajo trozos de cartón sin sentir ni el calor ni el frío, uno diría que en una añorada fuga del sin sentir o del sinsentido de sus vidas mismas.
Muchos eran huérfanos de padre y madre, otros tantos hijos no deseados y abandonados y otros -según describían los guardas policías o tenderos – eran simplemente «basura callejera» que había que limpiar «de cualquier manera a ver si me entiende».
Eran niños, como muchos los son y como muchos lo hemos sido, con la diferencia de que aparentemente habían dejado de existir para la sociedad.
Alguna vez y cuando una madre acaudalada pasaba junto a alguno de ellos que miraba inquisitivo a su hijo como preguntándose por qué su niñez no era como la de aquél y era correspondido en su mirada por el otro que seguramente se estaría planteando lo mismo, ésta tiraba apresuradamente de su prole, explicándole que era así como terminaban los niños malos.
Los «niños malos», eran y son los niños del pegamento. Son esos que cuando al despuntar el alba amanecen tirados por las callejas de cualquier sitio ,apenas delatando que permanecen en vida cuando las escobas de los barrenderos les sepultan bajo nubes de polvo y escoria.
A veces, alguno acuclillado con la cabeza entre sus rodillas solloza, tal vez recordando a su madre, tal vez preguntándose porque es así la vida, y cuando algún alma caritativa empáticamente percibiendo en él su humanidad deposita junto a sus piernas una pequeña limosna, éste se alza dolorido, y comprobando que la vida sigue igual, camina tambaleándose a ver si ya han abierto el puesto en donde venden pegamento.
Su mundo transcurre en otra dimensión. Una dimensión en la que se pide ayuda, en la que todo su aspecto delata su naufragio y en donde en vez de las olas del mar, se perciben los incesantes vaivenes de las piernas de los viandantes totalmente ajenos a su dolor y emergiendo y despareciendo entre las multitudes.
Alzan sus ojos intentando encontrar miradas, pero estas se perciben ajenas, eludiendo el encuentro y forzando el desencuentro con un aire casual, al que ellos -sus hermanos náufragos del pegamento- ya están acostumbrados, tan acostumbrados que han aceptado su condición, esa tan dolorosa para un niño como es el aceptar que nadie te quiera, que para nadie existas y que para mitigar tan incomprensible dolor sólo tengan a su alcance sus pequeñas bolsas de pegamento.
- «Cuando esnifas pegamento al principio te duele mucho la cabeza»-Me comentó uno de ellos-.
- «Pero luego te da igual…….te da sueño, te quita el hambre, te quita el dolor.» -Prosiguió el mísmo.-
- «Ya no sientes nada……..»- y allí se quedo adormitado, junto a su hermano pequeño.
Son niños invisibles, de los que nadie habla.
Cuando alguna vez dos o tres de ellos aprietan sus mugrientos rostros contra el cristal de un restaurante de lujo en el que unos turistas celebran un cumpleaños sobrados en abundancia, no es que ni uno sólo de los turistas no se percate de su presencia, sino que pretenden ignorarla mirando hacia otro lado con disimulo; mientras el guarda aleja a los harapientos blandiendo una porra, la fiesta transcurre, transcurre para los que sí son visibles. Son visibles porque tienen dinero, y éstos -digámoslo abiertamente- no es que sean ciegos, lo que gratamente nos aclararía tanta falta de clemencia para con el dolor ajeno, sino que sus ojos sólo saben ver con servil respeto a los famosos, a los poderosos, a los que su riqueza y abundancia les delata como tales.
El pegamento inhalado atraviesa los jovencísimos pulmones de estos niños dañándolos. Luego pasa al corazón y al torrente sanguíneo y de ahí al cerebro provocando terribles daños de naturaleza neurotóxica casi siempre irreversibles. Provoca alucinaciones, lesiones cerebrales, esquizofrenia y unos daños tan grandes en los riñones que muchos de ellos niños aparecen muertos debido a un fallo renal.
En cuanto a si el pegamento les da la felicidad y frente a los que sermonean acerca de sus terribles daños y de que no lo deberían hacer, cabría preguntarles ¿Tienen ustedes alguna otra receta para los invisibles? Porque si es la propia sociedad quien les deja morir en su seno, al menos déjenles morir como ellos quieran. Es muy fácil condenar y luego inventarse cualquier excusa por la que uno no pudo hacer algo para ayudar.
Y,…….. si en base a mis observaciones alguien me preguntara si el pegamento les da la felicidad, citaría dos casos como respuesta. Como ambos se me aparecieron totalmente idénticos, describiré solo uno de ellos.
Un niño de unos once años, había logrado arremolinar una buena muchedumbre en rededor suyo, que reía sus gracias, y éste, que por una vez se veía correspondido y visible ante sus semejantes, les respondía con unas risas perdidas en un mundo que sólo él veía, resultando en la gran algarabía de los presentes. Se hallaba semidesnudo, descalzo y enfundado en unos pantalones hechos jirones y de vez en cuando se tiraba en un charco sucio boca abajo, haciendo como si nadara.
Cuando le faltaba el aire, alzaba su cabeza llena de barro una vez más hacia ése mundo que sólo él veía y sonriendo con gran felicidad hacia alguien inexistente, lo que provocaba las carcajadas de los presentes. Luego procedía a rodar por el suelo enfangado , quedando cubierto por el barro gris, tanto que su apariencia ya no parecía humana, aunque su rostro, al cobrar en expresividad por el blanco de sus ojos y el blanco de su sonrisa, una y otra vez lograba las carcajadas de los presentes. A veces el niño extendía sus brazos al aire, como clamando el afecto de alguien que sólo su imaginación sabía ver. En el anochecer de ese mismo día y cuando recorría las callejuelas de Phnom Penh rumbo a casa, vi a aquel pequeño dormitando y con la apariencia de un harapo más entre los escombros de una obra. Silenciosamente le puse un poco de dinero bajo su brazo y me alejé cobardemente, sin tener el valor de hacer nada más por ayudarle, y consciente del destino de aquel dinero.
En una de las últimas ocasiones en que les vi inhalando pegamento junto al río, posaron para mi cámara insuflando y aspirando el aire de sus bolsas llenas de aquel tóxico. Paralelamente me imaginé el latir de sus corazones al unísono del movimiento de las bolsas y el cómo, tras aquellas dos pautas simultáneas, la llama de dos vidas jóvenes paulatinamente se entregaba a la evanescencia.
Al parecer , aunque por encima de ellos se hallaba orillada una acera por la que paseaba tanta gente en donde podían mendigar, un guardia los había expulsado para que no mostraran su miseria. A Shokorn (en la foto), le pregunté algo que siempre les había querido preguntar.
- «¿Alguna vez eres feliz?»
Por respuesta, alzo bajo su bolsa y alzó sus dos muñecas mostrándomelas. En ambas conté tantos cortes que superarían la treintena. Eran cortes leves, hechos con una cuchilla muy fina, seguramente no con un impulso decidido de morir, sino de pedir ayuda. La ayuda de un náufrago, la ayuda de un invisible.
Al ver aquello, me levanté y me dirigí a una de los cientos de ONG que pueblan Phnom Penh. A tan sólo medio kilometro del lugar se hallaba una de las más populares, conocida por reconstruir la vida precisamente de este tipo de niños, los niños del pegamento. Entré en sus grandes instalaciones y el guarda me paró para preguntar que quería y luego llamó por un interfono, apareciendo una mujer occidental bien vestida. Me preguntó en donde había visto a esos niños, dijo que agradecía mucho mi colaboración y que inmediatamente enviarían a alguien a aquel lugar, para luego marcharse porque era la hora de comer. No satisfecho con su respuesta, solicité poder hablar con algún otro encargado, que resulto ser un local que inmediatamente me preguntó si yo era un donante y al decirle que no aparentó decepción. Cuando le expuse el caso explicando el riesgo de suicidio del niño, me describió perfectamente al muchacho, su nombre, quienes eran sus amigos y en donde se hallaban. Al parecer, dijo que no podían hacer nada porque esos niños tenían que acudir al centro por voluntad propia.
Pedir a un niño toxicómano que acudiera a un centro de «ayuda» por voluntad propia era algo poco más que imposible, lo que me volvió a recordar el aspecto meramente lucrativo de tantas ONG que luego montan un show para sus donantes cuando van a visitarles.
Al alejarme de aquellas instalaciones, no pude evitar el cuestionarme acerca de quiénes eran los verdaderos náufragos.
Los verdaderos náufragos no eran los niños. Los verdaderos náufragos éramos nosotros, y una sociedad moderna tan inmersa en lo superfluo que había naufragado por carencia de empatía.
Eran aquellos niños con su presencia quiénes apuntaban hacía una humanidad cuyo barco hacía agua.