Casi todo, e incluso más, de lo que puede decirse de Lucy, la última película que el francés Luc Besson ha rodado en Hollywood con dos estrellas de allí, Scarlett Johansson y Morgan Freeman, lo escribió hace unas semanas mi colega Julio Feo, cuando la película se estrenó en París.
Lo que sigue pues son unas reflexiones mínimas y muy personales sobre una película que no me ha convencido en absoluto, como no me suele convencer casi nunca que para promocionar lo que por encima de cualquier otro aspecto debería considerarse como arte, se utilicen las cifras de taquilla: y sí, en este sentido y durante la semana de su estreno en los EEUU, Lucy ha batido a las restantes producciones en liza, “por delante del blockbuster Hércules”. “Luc Besson más fuerte que Hércules”, leo en alguna publicación. Bueno, recuerdo que a mi Hércules tampoco me gustó nada.
Como tampoco me seduce el hecho de que, con esta película, Scarlett Johansson haga su entrada triunfal en el paraíso de las “heroínas de acción” (junto a Angelina Jolie o Milla Jovovich, por citar alguna); porque lo que le está sobrando ya al cine de Hollywood en particular, y al cine en general, son héroes y acción, y en Lucy se riza el rizo (en realidad, es lo que hacen todas las producciones de “anticipación”, que es como se llamaba originalmente a la ciencia-ficción): la heroína (Scarlett Johansson) es una muy atractiva joven que estudia, parece que en China (¿Erasmus?), y tras una rocambolesca situación absorbe una droga que le han colocado en el vientre (para que haga de “mula”), que hace que su cerebro funcione al 100% de sus capacidades mientras que, según dicen, el resto de los mortales usamos solo una décima parte.
Hasta aquí, vale. Un argumento futurista más. Lo desagradable es que esa enorme capacidad de conocimiento no le sirve a Lucy (nombre de la primera primate hembra conocida de la historia de la humanidad) para nada de utilidad y, por el contrario, le convierte en una avezada luchadora de todas las artes marciales y, lo que es peor, en una superwoman justiciera, una guerrera y despiadada asesina de “malos asiáticos” que deja su paso sembrado de cadáveres. También le sirve para convertirse a ratos en una especie de goma negra y pegajosa que lo invade todo, y para fabricar de la nada ordenadores, pendrives y otros ingenios informáticos.
La otra estrella de película, el veterano Morgan Freeman, es un profesor especializado justamente en el cerebro humano y el conocimiento que asiste, impotente porque escapa a su comprensión de “persona normal”, al fenómeno de Lucy que –se nos va informando periódicamente- aumenta su capacidad cognitiva al 10%, 20%, 40%, 70%… hasta alcanzar el 100% y al final le entrega todo su saber en una memoria USB.
Como he leído a un crítico francés, Lucy “se presenta como una amalgama de dos fórmulas de éxito, el narcothriller transcontinental y la ciencia-ficción evolucionista, combinadas con la intención de ponerlas a la altura de la hiperconectividad contemporánea y la ambición de anticipar el próximo salto en el tiempo de la humanidad” (Mathieu Macheret, Le Monde).
Ya sé que parece un trabalenguas, pero si se lee con atención se entiende perfectamente. Y se intuye que Lucy es una amalgama híbrida de chica guapa y sexy (mal utilizada, vestida como una prostituta), efectos especiales y préstamos tomados de toda una vida viendo cine.