Esta semana dedicaré mi artículo a resumir en pocas líneas, dos investigaciones que hablan de los efectos que la oración, la meditación y el miedo, tienen en nuestro cerebro.
Desde chica me intrigó eso de meditar; en el colegio teníamos horario para hacerlo, que pasaba haciendo como que pensaba profundamente, pero en realidad adivinando cómo meditarían las demás; porque poner en blanco la mente, como decían debía hacerse, no se me daba.
Y ahora, muchas décadas después y tras consejos de expertos meditantes, lo más que logro es concentrarme en la respiración unos minutos.
Por eso me hizo clic el artículo que el 27 del pasado junio, publicó la BBC basado en un programa de su equipo Crowdscience, sobre lo que ocurre dentro del cerebro cuando se reza o medita.
Empieza por decir que se atribuye al escritor británico C.S. Lewis, una frase que describe lo que para muchos significa la oración: «Oro porque estoy desconsolado… Orar no cambia a Dios. Me cambia a mí».
Y aporta después, la opinión de especialistas sobre los efectos de la oración en el cerebro, para saber si el bienestar que produce a quienes rezan, ocurre también meditando.
Andrew Newberg, neurocientífico y director de investigación del Instituto Marcus de Medicina Integral de la Universidad Thomas, explicó que las resonancias magnéticas muestran que al rezar se activa el lóbulo frontal del cerebro y la activación desciende al concentrarse tanto que se siente fuera de sí
Orar, dijo, es una experiencia inmensamente personal, para unos es decir plegarias; para otros, dialogar con Dios en silencio o cantando, pero sea como sea les hace sentir que son parte de algo más allá de ellos mismos; y eso mismo sucede cuando meditan.
Y la experta en técnicas de meditación y mindfulness Tessa Watt, respondió que concentrarse en algún pensamiento, sea o no religioso, tranquiliza y activa el sistema nervioso parasimpático.
El Sistema Nervioso Central está compuesto de dos sistemas autónomos, que controlan la mayoría de las respuestas automáticas del cuerpo.
El Parasimpático, las relacionadas con descanso y digestión; y el Simpático, las que requieren reacciones rápidas del cuerpo ante una amenaza y se ha visto que orar o meditar, hace a la persona más eficiente cuando tiene necesidad de reaccionar.
Y Blake Victor Kent del Westmont College de California, exministro religioso y ahora sociólogo dedicado a investigar el impacto de la religión en el cerebro, advirtió que orar es más difícil para personas que proceden de ambientes con dificultades para confiar en los demás.
Porque la relación con quienes nos cuidaron de niños define las futuras y la confianza es esencial en el desarrollo de la fe.
Y el neurocientífico Andrew Newberg, que estudia la relación entre música y cerebro aseguró que escuchar música es práctica profundamente espiritual, sin importar si se es o no, religioso.
Porque nuestro cerebro no tiene un área solo para la religión y los centros de las emociones se estimulan hablando con Dios o escuchando la novena sinfonía de Beethoven.
Y agregó que está comprobado que las prácticas religiosas y espirituales funcionan y a eso se debe la enorme cantidad de tiempo que llevamos usándolas y su persistencia más allá de los cambios políticos o de tradiciones culturales.
Relacionada con el cerebro, es la sensación de miedo.
Y es curioso que se hayan podido descubrir muchas cosas al respecto, analizando comportamientos de una persona que no lo siente.
Se trata de una mujer nacida en 1965 que desde pequeña sufría crisis epilépticas agudas y a la que un equipo médico estudio en 2010.
En un principio se pensó que sus crisis eran consecuencia de un tumor cerebral, pero los análisis mostraron que se debían a atrofia bilateral en el interior del lóbulo temporal medio.
A ésta, que se cataloga como una de las más completas y logradas investigaciones cerebrales, dedica su nota del pasado 3 de julio en el New York Times Diego Redolar Ripoll, vicedecano de la Facultad de Psicología y Ciencias de la Educación de la Universitat Oberta de Catalunya.
La mujer padecía una extraña enfermedad llamada Urbach-Wiethe que, entre otras cosas, induce la formación de depósitos de calcio en la amígdala cerebral, con la subsiguiente lesión de las células que la conforman.
Su inteligencia estaba dentro de los valores normales y no tenía problemas motores ni sensoriales o perceptivos; su problema estaba relacionado con el procesamiento de la información emocional.
Y lo peculiar era que no sentía miedo, ni siquiera cuando sus médicos la expusieron a serpientes y arañas vivas, que habitualmente producen temor a monos y humanos, a recorridos por hospitales y casas encantadas y películas de terror.
Ella podía identificar en fotografías las emociones de distintos rostros y dibujarlas siempre y cuando, no fueran de miedo.
Esta investigación permitió localizar el área cerebral responsable del miedo.
Es la amígdala, que constantemente está supervisando la información que recibimos, en busca de señales de peligro como serpientes y arañas, que nos producen temor porque eran una amenaza real para nuestros antepasados y reconocerlos, ayudaba a su supervivencia.
La amígdala se activa también, con estímulos positivos en función de la experiencia individual, porque algunos sin importancia para algunas personas, son vitales para otras.
Y los médicos afirman que comprendiendo el modo en que nuestros cerebros procesan el miedo, podrán encontrarse tratamientos que impidan se apodere de nuestras vidas.