Mujeres en México: muchas víctimas y pocos refugios

Rosi Orozco¹

En marzo de 2014, Noemi N. se quitó la vida dentro de un albergue en Ciudad Juárez, en el norteño estado mexicano de Chihuaha y en la frontera con Estados Unidos, donde hasta hoy no existe un refugio especializado en trata de personas.

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Una joven mira hacia uno de los pasos fronterizos entre México y Estados Unidos desde un albergue en Ciudad Juárez, en enero de este año. Foto: Rey Jáuregui / IPS

Lo hizo con una cortina de baño alrededor del cuello, después de haber sido rescatada de un traficante de personas que la llevaba sin documentos a Estados Unidos presumiblemente para venderla. Tenía apenas ocho años.

Su muerte inició una oleada de noticias sobre el estado de los refugios para víctimas del delito en México, donde las cifras más conservadoras calculan que cada año se crean 120.000 nuevas víctimas de explotación humana, principalmente mujeres y niñas.

Los criminales que en México mueven este delito son tan variados como peligrosos: se trata de 47 agrupaciones que van desde familias dedicadas a la explotación sexual hasta el cártel más peligroso del mundo, el Jalisco Nueva Generación, asentado en los más importantes destinos turísticos del país fomentando el turismo sexual.

Ellos generan un superávit de víctimas, mientras el país sufre con un déficit de lugares donde las sobrevivientes pueden protegerse, buscar justicia y comenzar una nueva vida: sólo cuatro estados del país tienen un refugio gubernamental y especializado.

Esos espacios oficiales suelen tener un presupuesto limitado y personal reducido, que trabaja horas extra y a marchas forzadas para atender a ese uno por ciento de víctimas que logra huir de sus captores y sobrevivir para contar su historia.

El resto de los refugios en México, apenas unos diez, son administrados por la sociedad civil, que hace esfuerzos gigantescos para mantenerlos abiertos y con personal suficiente mediante donativos y rifas.

Los refugios de Fundación Camino a Casa y Comisión Unidos Vs Trata, organizaciones civiles pioneras en la creación de estos espacios seguros, han atendido a cerca de trescientas sobrevivientes desde el 2007 y no dependen de dinero de parte del gobierno.

En México, los últimos tres sexenios han sido gobernados por tres partidos políticos distintos: el humanista Partido Acción Nacional, el centrista Partido Revolucionario Institucional y el izquierdista Movimiento de Renovación Nacional (Morena).

Debido a esos cambios políticos, un modelo económico que requiere dinero del gobierno haría que los refugios dependiera de cada campaña electoral.

Solo la independencia del poder político garantiza que, sin importar las elecciones, estos espacios seguros se mantengan abiertos todos los días de cada año.

Sin embargo, esa libertad tiene sus costos. A veces, muy altos. Por ejemplo, los defensores de derechos humanos que administran refugios nunca saben con exactitud cuánto podrán recaudar cada año y si ese dinero será suficiente para cubrir necesidades básicas.

Cada sobreviviente representa una inversión de unos 900 dólares mensuales, entre alimentación, vestimenta, asistencia legal, médica, psicológica, académica y de recreación.

Además, hay otros costos que varían según cada víctima: Comisión Unidos Vs Trata y Alas Abiertas, por ejemplo, gestionaron cirugías reconstructivas para Zunduri, torturada en una tintorería; la compra de dos vehículos para que Erika y Estrella, forzadas a prostituirse, tuvieran un ingreso mediante taxis; o el sueldo para una de las mejores activistas en el mundo,  Karla, quien sobrevivió a más de cuarenta mil violaciones violaciones desde los doce años.

Además de las usuarias dentro de refugios y albergues, 38 adultas reciben diversos apoyos en el programa Pasos firmes hasta lograr una reintegración exitosa y una Hoja en Blanco para escribir una nueva historia.

Y, por supuesto, está el tema de la seguridad: un refugio es la última barrera entre una víctima y un victimario. Es donde una víctima sana, se empodera, habla y decide llevar hasta las últimas consecuencias una investigación judicial contra su tratante. Ahí se fragua la libertad o el castigo de los criminales.

Por eso, albergues y refugios son blancos de la delincuencia. Los tratantes ubican las casas, las vigilan, acechan a quienes salimos de ahí, nos persiguen hasta los juzgados o hacen llegar amenazas para que derribemos los muros que protegen a sus víctimas.

El riesgo también se extiende al ámbito legal para los responsables, pues son lugares donde los usuarios tienen altas posibilidades de suicidarse, de agredir físicamente al personal que los atiende, incluso de violentar sexualmente a otros sobrevivientes.

Son espacios complejos, pero también maravillosos. Sin los refugios y albergues hubiera sido imposible llegar a la cifra histórica de más de mil sentencias contra padrotes y madrotas, especialmente en Ciudad de México y el estado de México, donde las autoridades han hecho un trabajo extraordinario para tener refugios abiertos, pese a las dificultades y la violencia.

Este marzo, la secretaria de Gobernación (ministra del Interior) del gobierno mexicano, Olga Sánchez Cordero, hizo un anuncio histórico: el actual gobierno buscará una mayor vinculación con refugios de la sociedad civil para avanzar en la defensa de la dignidad humana.

Sus visitas frecuentes para revisar las operaciones diarias de estos espacios seguros dan esperanza y abren un nuevo capítulo en la cooperación entre autoridades y activistas.

Por eso, por su incalculable valor para un país que anhela la paz y la justicia, es que, pese a los retos y las dificultades, millones soñamos con cambiar la realidad y tener un albergue abierto en cada entidad del país.

  1. Rosi Orozco es activista de derechos humanos y quien abrió el primer refugio para niñas y adolescentes rescatadas de la explotación sexual comercial en México.
    Ha publicado cinco libros sobre prevención de la trata de personas.
    Es la representante elegida para América Latina de la Red Global de Sostenibilidad (GSN).
  2. Artículo difundido por la IPS.
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