Es de madrugada. Alcohol, hambre no ponderada y que fermenta en forma de odio, causas escritas y otras que no comprendemos, deseos realizados y otros rotos por el destino cruel… Muchos elementos se entrecruzan en un choque de vehículos monstruoso y sin sentido (todos carecen de racionalidad), consecuencia del sueño, del “mal estado” de los conductores, de la precipitación, de la falta de pericia, y de la carencia de reflejos por mil motivos. Los cuerpos, como si fuera inevitable, se proyectan hacia la muerte.
Ésta, la Parca, trocea lo físico, al tiempo que lo psíquico, y muere un joven de 22 años. Con él todos morimos un poco: este tipo de situaciones catastróficas, de actuaciones desgraciadas, son un fracaso de todos, de la sociedad al completo.
Esta hecatombe nos hace prisioneros de la incomprensión, de la insuficiencia de tiempo para comunicarnos y para conocer qué fue de aquel niño bueno que miraba con ingenuidad. ¿Qué ocurrió para que se perdiera en el laberinto de las condiciones y circunstancias que decían el filósofo y el poeta? Quizá no desapareció: puede que su inocencia quedara enterrada sin que fuéramos capaces (ni él, ni nosotros) de obtener lo racional para que no imperara todo aquello que no lo es. Muchas dudas se aglutinan.
Sí, demasiadas incógnitas se desarrollan en torno a un suceso luctuoso en el que se demuestra, por “des-fortuna”, esa máxima que nos repetía, y repite, que “el hombre es un lobo para el hombre”.
Algo falló en este fatídico evento: se habla de un error humano. Quizá bebió demasiado, quizá le faltaban horas de sueño, puede que no ponderara la velocidad o el estado del pavimento… Todo pudo ser, con equívoco humano incluido, claro. Cuando ocurre algo así, nos damos cuenta de que no hemos abandonado tanto como pensamos esas etapas de comienzos de la Humanidad, como era el caso de los Cromañones, con comportamientos propios de la visceralidad más bárbara.
Aún hoy en día hay una aceptación de la violencia como baluarte inevitable, y, a menudo, aunque no sea ésta la tragedia que explicamos, se percibe como algo aceptable para imponer una supuesta realidad desfigurada. En esta coyuntura hablamos de la violencia en la conducción, de no respetar las normas, que fracturamos, de la no aceptación de unos límites, que rompemos. Los efectos son nocivos, y la felicidad no es factible.
Tristeza y dolor
Lo cierto es que la tristeza, el dolor, el pesar, la soledad, la rabia contenida, la preocupación, las ausencias, se adueñan de nuestros corazones con más recurrencia de la debida, y, de esta guisa, una y otra vez, sin que lo reconozcamos, nos acostumbramos a soportar y a asumir el riesgo de vivir más allá de las contingencias naturales, con las posturas más innobles de unos seres que no pueden ser tildados de humanos con estos comportamientos que constituyen agresiones a lo más importante que tenemos: la propia existencia.
Lo malo es que narramos mucho, que hablamos más, que opinamos, que nos contamos sucesos, que nos provocamos con desventajas y con lecturas de instrumentos variopintos, pero no terminamos de evitar esas pugnas que aniquilan los espíritus y todo cuanto podríamos realizar en un futuro que no será: ya no. Como se dice en la película “Sin Perdón”, “cuando se mata a alguien se le quita toda la posibilidad de ser aquello que podría haber vivido”, esto es, rompemos el presente, y también el porvenir: nos quedamos sin ilusiones, sin perspectivas, fuera de juego, sin nada. Pierde el que se va, el que desaparece, pero perdemos más los que permanecemos. Como dijo Goya, “quedamos muy solos” de cara a nuestro destino, escrito con sangre.
Un nuevo fracaso se ha registrado, por lo tanto, en esta “inoportunidad” cuando un hombre al volante ha segado la vida de un joven que tenía todo: una novia con la que casarse, unos hijos que disfrutar, una profesión que ejercer, una familia que amar, todo un universo de conocimientos que adquirir y que compartir, millones de experiencias y de alegrías por saborear, así como multitud de momentos duros y de otros joviales: mucho por vivir, en definitiva.
Y todo, todo ello, se ha quedado en el silencio de una madrugada cargada de muchas incomunicaciones previas, que, cuando menos, las podemos detectar por los resultados. ¿Qué ha pasado? Con una ingente intranquilidad nos respondemos que ha acontecido otra vez. ¡Maldita sea!