Racismo y desobediencia civil

Juan Carlos Velasco[1]

Un ciudadano negro es asesinado en Minnesota a sangre fría por un agente de la policía y el mundo entero se moviliza ante la brutal atrocidad. Esta reacción nos llevaría a darle la razón –al menos por una vez– a Immanuel Kant, quien observó hace ya dos siglos que la comunidad entre los pueblos del mundo había devenido tan estrecha que «la violación del derecho en un punto de la tierra se hace sentir en todos».

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Protesta en Barcelona, el 7 de junio de 2020, contra el asesinato de George Floyd en Minneapolis a manos de la policía el 25 de mayo de 2020. Foto: Alicia Fabregas / Shutterstock

Por desgracia, sabemos que esa sensibilidad ante todas las injusticias que se cometen en el mundo sólo se despierta de manera selectiva y que son muchísimas más las víctimas que permanecen en el olvido.

La repercusión global que ha tenido la noticia del asesinato de George Floyd es solo un atisbo, probablemente bastante coyuntural, de una sociedad mundial movilizada en defensa de los derechos humanos.

Aunque seamos conscientes de la excepcionalidad de la reacción, no se debería sin embargo dejar pasar de largo esta favorable circunstancia.

Al fin y al cabo, no deja de ser sorprendente que, en un mundo azotado por una pandemia tan virulenta, la noticia de Minnesota haya llegado a todos los rincones del planeta y haya generado tal oleada de indignación y protestas.

Ante el riesgo de que estas reacciones sean flor de un día del que no se obtenga fruto alguno, es preciso pensar en los instrumentos más adecuados en orden a lograr un mundo más acorde con los derechos humanos.

La propia forma que mayoritariamente han adoptado las protestas en Estados Unidos en contra de los sistemáticos abusos policiales hacia los ciudadanos afroamericanos nos ofrece, por suerte, una pista sobre cuál podría ser la vía a seguir.

Algunas de las manifestaciones de los primeros días tuvieron un cariz violento, incluyendo la rotura de escaparates y la quema de vehículos, a lo que las fuerzas del orden, azuzadas por el presidente Donald Trump, respondieron con un grado de violencia aún mayor.

Tras los llamamientos de la propia comunidad afroamericana, este sesgo se corrigió y cientos de miles de norteamericanos han desafiado desde entonces el toque de queda para reclamar pacíficamente en las calles un cambio radical en los métodos usados por la policía.

Violar el toque de queda es obviamente una transgresión de una orden legal. Las multitudinarias manifestaciones –aglutinadas bajo el lema Black Lives Matter (las vidas negras importan)– van además acompañadas de gestos con gran calado simbólico, como el arrodillarse en la vía pública.

Pues bien, si se analizan estos actos masivos de protesta se observa que reúnen todos los rasgos típicos necesarios para ser calificados como actos de desobediencia civil.

Esta forma de disidencia conocida como desobediencia civil forma parte ya del vocabulario político de cualquier sociedad democrática.

Las protestas no violentas que deliberadamente infringen una disposición legal son un importante factor de agitación que puede culminar en la reforma de una norma jurídica o en la implementación de nuevas políticas.

Desde esta perspectiva es posible comprender el tipo de reacción de los diferentes poderes estatales ante tales actos como un test para calibrar la legitimidad del propio sistema.

El prestigio de la desobediencia civil

La desobediencia civil ha alcanzado un notable prestigio del que carecen otras modalidades de contestación y resistencia.

No es, como reprochan ciertos nostálgicos de sueños revolucionarios, una forma de protesta domesticada que se queda en lo meramente simbólico.

Tampoco se trata, como denuncian algunos defensores de «la ley y el orden», de una ruptura unilateral del ordenamiento jurídico que no puede ser tolerada por un sistema democrático.

Va más allá de la oposición legal convencional, pero no llega a ser resistencia revolucionaria.

Sin embargo, no cualquier ruptura de la legalidad llevada a cabo con intencionalidad política puede ser considerada un acto de desobediencia civil.

Una cosa es reconocer la relevante contribución de la desobediencia civil en una democracia representativa y esperar, que no exigir, que quienes protagonizan esta forma de disidencia política reciban una respuesta jurídica atenuada, y otra cosa bien distinta es abogar por su completa despenalización.

Este paso les desposeería de su aura de heroicidad y les privaría de la fuerza moral para reconvenir a las autoridades y espolear al conjunto de la ciudadanía. Nadie puede pretender razonablemente una exención a priori de las sanciones que conlleva una infracción de la legalidad.

Del carácter cívico de esta forma de desobediencia se deriva la aceptación de las posibles repercusiones administrativas y penales.

Una respuesta atenuada a posteriori solo es pensable si el quebrantamiento de la legalidad por motivos políticos resulta claramente distinguible de la criminalidad ordinaria.

De ahí la insistencia en no relajar la obligatoriedad de satisfacer una serie de exigencias: carácter no violento, cívico y público, lo que conlleva la disposición de invocar principios y valores constitucionales en los que se reconoce la mayoría social, así como la aceptación del posible castigo.

Ahora, como en los años cincuenta y sesenta de la pasada centuria, es el momento de la desobediencia civil.

Y ese es precisamente el camino seguido por la respuesta mayoritaria al asesinato de Floyd, un camino que conecta con el movimiento de los derechos civiles y las figuras icónicas de Rosa Parks y Martin Luther King.

Una vía democrática por la que tendrían que discurrir también todas las protestas contra el racismo institucional a lo largo del planeta.

  1. Juan Carlos Velasco es investigador científico y jefe del Departamento de Filosofía Teórica y Práctica del Instituto de Filosofía (IFS-CSIC), con sede en Madrid.
  2. Artículo distribuido por IPS.
  3. Este artículo fue publicado originalmente por The Conversation.

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