Reflexiones para un nuevo año

Roberto Savio¹

En un mundo sacudido por muchos problemas, es difícil mirar a este 2020 y no hacer algún tipo de análisis holístico. Si bien se han registrado numerosos avances en muchos frentes, está claro que se revirtió la tendencia y estamos entrando, o ya entramos, en un nuevo declive en la historia de la humanidad.

En actualidad, estamos frente a una amenaza existencial sin precedentes debido al cambio climático. Según numerosos científicos, tenemos hasta 2030 para frenar el fenómeno, tras lo cual, los seres humanos quedarán expuestos a varias amenazas.

Sin embargo, tuvimos una conferencia mundial sobre cambio climático en Madrid que terminó en nada. No solo eso, sino que desde comienzos de la última década, hubo un cambio singular en el relacionamiento de los dirigentes políticos con el clima. Este se volvió un asunto político, no científico, con numerosos dirigentes no menores como Donald Trump, Jair Bolsonaro, Viktor Orban, Matteo Salvini y Vladimir Putin declarando que no hay crisis climática. Incluso, algunos de ellos, como el primer ministro de Australia, Scott Morrison, se van de vacaciones a Hawái, mientras los incendios forestales destruyen una superficie similar a la de Bélgica en su país.

Desde finales de la década pasada, también hemos visto otro cambio vital en la democracia.

Con la caída del Muro de Berlín, en 1989, todo el mundo coincidió en que había terminado la amenaza del comunismo. Como escribió Francis Fukuyama, fue el fin de la historia. El capitalismo y el mercado unirían al mundo y mantendrían a flote todos los barcos, se decía entonces.

Luego vino la crisis financiera de 2008-2009, que le costó a muchos Estados (y sus pueblos) doce billones (millón de millones) de dólares, tras lo cual quedó claro que solo algunos barcos se mantendrían a flote. Los recortes presupuestales afectaron el bienestar, la educación y la salud, mientras algunas personas se volvían inmensamente ricas. La deuda mundial se duplicó (actualmente asciende a 325 billones de dólares), y comenzaron a aparecer partidos de derecha, nacionalistas, xenófobos en todas partes. Antes de la crisis de 2009, solo había uno, en Francia.

Incluso en los países nórdicos, símbolo de civismo y tolerancia, aparecieron gobiernos de extrema derecha.

Los treinta años entre la caída del Muro de Berlín y la crisis financiera dejaron una cultura de competencia, individualismo y pérdida de valores, una cultura de codicia. Y luego, en los siguientes diez años, entre esa crisis y una nueva década, surgió una cultura de miedo.

La inmigración resultó  el catalizador. Nos invadían; el islam no era compatible con nuestra sociedad, nos robaban el empleo, se venían la delincuencia y la droga, y los mismos líderes que no creían en el cambio climático se convirtieron en guardianes de la cristiandad, aprobando leyes restrictivas y aplaudidos por sus ciudadanías, restándole importancia a los derechos humanos. En las últimas dos décadas, los sindicatos se volvieron irrelevantes y se aprobaron leyes que instalaron la precariedad laboral y redujeron la protección social. La gente comenzó a temer por el futuro incierto de sus hijos.

Los historiadores afirman que los dos grandes motores del cambio en la historia son la codicia y el miedo. Entramos en el decenio 2020 con ambos, y peor, numerosos analistas coinciden en que también con odio.

Dos banderas que creímos desterradas, están de vuelta

Una es «en nombre de Dios». Pensamos en el Estado Islámico y en Al Qaeda, pero en realidad es la base de la imagen de Putin, Orban, Trump, Bolsonaro y Salvini. El uso de la religión por parte de la derecha logró atraer a los más pobres.

El teólogo Juan Jose Tamayo llamó a los dirigentes políticos con Biblia, la alianza cristiano-neofascista.

En las últimas elecciones en Costa Rica, el pastor evangélico Fabricio Alvarado ganó tras una campaña basada en la defensa de valores cristianos y del neoliberalismo, en contra del aborto y del paganismo procedente de Europa. Ese es precisamente el tema electoral de Orban, en Hungría, Kacynsky, en Polonia, y Putin, en Rusia.

En Brasil, la iglesia evangélica resultó fundamental para la elección de Bolsonaro. En El Salvador, el nuevo presidente Bukele le pidió a un pastor evangelista de extrema derecha que orara en la ceremonia de su investidura, y hay un proyecto de ley para imponer la obligatoriedad de leer la Biblia en la escuela.

Recordarán que tras el derrocamiento de Evo Morales por parte del ejército, se vio en todas las ceremonias a la nueva presidenta de Bolivia, Jeanine Áñez, y a sus partidarios con biblias en las manos. Y no nos olvidemos que la elección de Trump se debió al apoyo de la iglesia evangélica, con cuarenta millones de fieles. Incluso, mudó la embajada de Estados Unidos en Israel a Jerusalén para lograr su apoyo.

Los evangélicos creen que cuando Israel recupere el territorio de los tiempos bíblicos, Cristo volverá a la Tierra por segunda vez, y ellos serán los únicos en ser recompensados. El otro país que mudó su embajada a Jerusalén, fue Guatemala, también a instancias de un presidente evangélico.

El teólogo Tamayo habla del odio internacional: odio contra la igualdad de género, contra la comunidad LGBT, contra el aborto y contra los inmigrantes. Quienes propagan el odio defienden el fortalecimiento de la familia patriarcal, el sometimiento de la mujer, desprecian lo que no es tradicional, desconfían de la ciencia y de las estadísticas, niegan el cambio climático y odian a los musulmanes, los judíos y los negros.

Pero lo que ignoran por completo es el problema de las desigualdades sociales, la creciente brecha económica por cuestiones de etnia, cultura, género, clase social e identidad sexual, entre otras.

Tamayo observa que eso se convierte en un nuevo movimiento internacional, que llega a Europa, como muestran las últimas elecciones españolas. El partido de extrema derecha Vox, creado hace solo cuatro años, obtuvo 52 asientos en el parlamento y es el tercer gran partido, al igual que sucede con el partido Alternativa para Alemania en este país.

El partido de Salvini, con sus rosarios, se convirtió en el principal partido en Italia, y él podría llegar a ser primer ministro en cualquier momento. Y conocemos bien el enorme frente conservador que presiona al Papa en la Iglesia Católica y que también quiere mantener las tradiciones en contra de la comunidad LGBT y todo lo demás. Todos son ejemplos de cómo se usa la religión, el miedo y el odio para obtener réditos políticos.

¿Y qué pasa con la bandera de «en nombre de la patria»? Pues el mejor ejemplo es Benjamín Netanyahu, quien logró que se aprobara una ley para imponer el requisito de ser judío para obtener la ciudadanía israelí. Así es como Narendra Modi, en India, trata de impedir que los musulmanes (170 millones de personas en su país) obtengan la ciudadanía india; y cómo el gobierno de Myanmar (Birmania) trata a más de un millón de rohinyás. En estos casos se mezcla la religión con la lucha contra las minorías y otras religiones en nombre de la patria.

China lanzó una campaña por el sueño chino (también contra la minoría musulmana uigur). Es exactamente la misma estrategia que Trump, que llama al sueño americano. Estados Unidos no tiene aliados, y nadie que gane dinero comerciando con él es un adversario, ya sea Canadá o Alemania. «Estados Unidos primero», que es de hecho «Estados Unidos solo».

Las banderas de «en nombre de Dios» y «en nombre de la patria» suelen superponerse.

El politólogo y economista italiano Riccardo Petrella observa que en las últimas décadas, apareció una tercera bandera con un público mayor: «en nombre del dinero», y también en las últimas dos décadas la corrupción se convirtió en otro contravalor universal.

En su último informe, Transparencia Internacional, la organización que lucha y denuncia la corrupción, analiza cómo esta debilita a la democracia. Por su parte, la fundación conservadora Feeedom House concluyó que 113 países han perdido libertades desde 2006, y solo 62 registraron mejoras.

The Economist dijo que la democracia se estancó en 2018, tras tres años consecutivos de deterioro. En la mitad de los 62 países que pasaron de un gobierno autoritario a algún tipo de democracia en la última cuarta parte del siglo XX, se registró un estancamiento de la misma o incluso un deterioro. Transparencia Internacional subrayó que la lucha contra la corrupción ocupa un lugar importante en las plataformas populistas, pero una vez en el poder tienden a debilitar las instituciones democráticas e instalar la corrupción como sus predecesores.

Transparencia Internacional cita el caso de varios países, desde Guatemala a Turquía, y de Estados Unidos, pasando por Polonia, hasta Hungría como ejemplo de que cuando la corrupción se cuela en los sistemas democráticos corrompe a los dirigentes.

La corrupción económica aumentó en los últimos cuarenta años, luego de la campaña «la codicia es buena», mientras que el mercado sustituyó al hombre en el centro de la sociedad. Y alcanza a todo el sector público, además del privado, por supuesto. Las dos terceras partes de la humanidad ahora no confían en la policía ni en otros servicios públicos por considerarlos corruptos, y creen que está tan difundida que es imposible de eliminar. Nos hemos acostumbrado a escuchar sobre la corrupción en las últimas dos décadas porque todos los días está en los informativos. Nos acostumbraron a considerar naturales cosas que no lo son: una buena señal de hasta dónde perdimos la brújula moral.

Si se le pregunta a los niños si las guerras y la pobreza son naturales, probablemente respondan que sí. Y los adolescentes probablemente también consideren natural la corrupción.

Está claro que dos ambientes fundamentales para la humanidad están en peligro. A corto plazo, es el ambiente natural. Las condiciones de vida en el planeta empeoran de forma drástica, y tenemos todos los pronósticos. Solo nos queda la próxima década para tratar de revertir la tendencia del cambio climático, ya sea natural (como dicen algunos) o causada por la humanidad (según los científicos).

Entonces surge la interrogante: ¿cuánto tiempo tenemos para proteger el ambiente político, responsable de nuestra vida económica, social y cultural antes de que comience un declive irreversible?

Por supuesto, una cruenta dictadura es menos dramática que el mar elevándose siete metros, la temperatura aumentando tres grados centígrados o la pérdida de nuestros glaciares, ríos y cursos de agua. Ahora que tenemos todos los datos, ¿por qué las ciudadanías no actúan para asegurar la supervivencia de nuestro ambiente?

El año 2019 quedará en la historia como el que tuvo varias manifestaciones masivas. En 21 países, de América Latina, África, Asia y Europa, millones de personas salieron a protestar contra la corrupción, el miedo y la falta de justicia social, la brecha entre las instituciones políticas y la ciudadanía, el miedo y el debilitamiento de la protección social como prioridad política. Los jóvenes, quienes se han alejado de los partidos políticos y de las elecciones, solían estar al frente de las mismas.

También encabezan la campaña por un mundo sostenible, en la que una adolescente, Greta Thunberg, reunió a jóvenes de todo el mundo. Pero el sistema no parece escucharlos, a menos que se tornen violentos como en Chile, París, Bagdad o Hong Kong.

Estas reflexiones nos permiten esbozar tres conclusiones.

La primera es que, no es casualidad que los enemigos de la lucha en defensa del ambiente natural también sean los enemigos de nuestro ambiente político. No les importa destruir el primero porque están en connivencia con las corporaciones, las compañías de gas y petróleo, los agricultores quieren hacerse de más tierras (como sucedió en Brasil y en la Amazonia), o las empresas de carbón, como en Polonia y Australia. Pero quieren modificar el ambiente político en su propio beneficio, para tener mayor poder. Orban, de Hungría, hace campaña por una democracia no-liberal. Y Bolsonaro fue más allá, al rememorar los buenos tiempos de la dictadura militar. Y todos ellos, desde Trump a Salvini, ven a la cooperación internacional, a los acuerdos multilaterales y a las iniciativas que reducen la libertad de un país a favor de la paz y la justicia (como la Organización de las Naciones Unidas -ONU- y la Unión Europea) como enemigos. Están todos a favor de construir muros, olvidándose que la Segunda Guerra Mundial (1939-1945) nos enseñó a abolirlos.

La segunda conclusión es que la democracia está en peligro por las mismas razones que el ambiente natural está en peligro. No hay capacidad ni voluntad política entre los populistas de llegar a un acuerdo interno. ¿Sería posible en la actualidad crear una ONU o firmar una Declaración Universal de los Derechos Humanos? Sin duda que no, como no hay voluntad para luchar contra el cambio climático.

La tercera conclusión se refiere a qué pasará en la próxima década, que parece que será decisiva. En pocos años, tendremos que tomar medidas sobre cómo haremos frente a dos cuestiones existenciales: cómo nos vamos a mantener en nuestro ambiente actual y cómo viviremos juntos.

Todo eso quedará en manos de los votantes, lo que plantea otra cuestión: ¿Es legítimo creer que el fascismo, la xenofobia y el nacionalismo son la respuesta a nuestros problemas? Los seres humanos deben aprender de sus errores (como lo hacen los otros animales). Y tendríamos que haber aprendido de las últimas dos guerras mundiales que esas ideologías no son una respuesta, sino la raíz de la guerra y la confrontación.

Para terminar, según el científico cognitivo canadiense Steven Pinker, en los últimos siete años, los seres humanos están más saludables, viven más, están más seguros, son más ricos y libres, más inteligentes y tienen mayor educación. Esa tendencia debe continuar. Los seres humanos evolucionaron porque se dedicaron principalmente a las ventajas de la reproducción, la supervivencia y el crecimiento material, y no por su sabiduría o su alegría.

El primer paso urgente es reconciliar el progreso con la naturaleza humana. Tenemos capacidades cognitivas, y también la habilidad de cooperar y empatizar, a diferencia de otros animales. Entre la Iluminación y la Segunda Guerra Mundial, hubo importantes avances científicos, democracia, derechos humanos, libre información, normas de mercado y se crearon instituciones de cooperación internacional. Esta tendencia no puede detenerse, sostiene Pinker, está en nuestros genes ahora.

Pues bien, en diez años sabremos si todo eso está en nuestros genes o solo es uno de los muchos capítulos de la historia, ya que en 2022, Bolsonaro y Orban terminarán su mandato, Erdogan en 2023 y Netanyahu, Modi, Putin y Trump en 2024. En solo cuatro años (un milisegundo en la historia de la humanidad), sabremos cómo será el mundo y qué daños son irreversibles o no, y sabremos si logramos algún avance en la contención del cambio climático. Pero Trump y el resto fueron elegidos…

  1. Periodista italo-argentino, Roberto Savio  fue cofundador y director general de Inter Press Service (IPS), de la que ahora es presidente emérito. En los últimos años también fundó Other News, un servicio que proporciona “información que los mercados eliminan”.
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