Viernes 22 de mayo de 2015. Irlanda, el país más católico-romano del mundo occidental que, no obstante, no supera el 35 % de practicantes de un 85 % que se confiesan católicos, se plantea en el día de hoy, mediante referendum, la legalización del matrimonio homosexual.
A pesar del enorme peso que la Iglesia de Roma tiene en el país, todas las previsiones apuntan a que el resultado de la consulta será favorable a quienes defienden una legislación inclusiva, infringiendo con ello un duro golpe a la otrora incuestionable autoridad de la jerarquía católica, puesta a prueba después de haber sido minada por los escándalos de abusos sexuales a menores, encubiertos tozudamente por la jerarquía.
Sea cual fuere el resultado, se trata de una fiesta de exaltación del derecho ciudadano a regir su propio destino.
Al margen del resultado de la consulta que, a los efectos que perseguimos, es un tema accesorio, el país más próximo a Irlanda en lo que a identidad católica se refiere, es España, enfrascado en un proceso electoral complejo; un estado en el que resulta difícil establecer estadísticas de afiliación religiosa, debido a la histórica confusión existente entre cultura y fe, pero que, a juzgar por las cifras que maneja el CIS, no supera el 15 por 100 los fieles que, con cierta regularidad, toman parte de los ritos religiosos de su iglesia, aunque ciertas celebraciones anteriormente religiosas, como procesiones y romerías, se hayan convertido en fiestas populares de atracción universal, que producen pingües beneficios económicos.
Un país, España, en el que, a pesar del poder político, económico y mediático que la Iglesia católica detenta, ha optado por la modernidad y, consecuentemente, avanza imparable hacia la plena autonomía de la sociedad civil con respecto a la tiranía histórica de la jerarquía católica; un país que se ha dotado de una Constitución que, salvo la malhadada referencia a la Iglesia católica en el artículo 16.3, justificada tan solo por el contexto social de tránsito en el que se acordó, se declara aconfesional y tiene el compromiso recogido en el artículo 9.2 de que los poderes públicos “promuevan las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integran sean reales y efectivos”. Y añade de forma enfática la obligación de “remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social”.
De la mano de una Constitución no confesional, el Estado ha ido incorporando leyes inspiradas más en la Declaración Universal de los Derechos Humanos y la igualdad de derechos de todos los ciudadanos, conforme al patrón marcado por los países democráticos del entorno, practiquen la religión que practiquen o se declaren ateos, con frecuencia con la fuerte oposición de los reductos reaccionarios inspirados en el nacional-catolicismo de la época de la Dictadura, que desearía mantener en la marginalidad social a los sectores discrepantes, sea por razones políticas o religiosas, sin que les falte en ocasiones el aplauso de algunas minorías religiosas que participan de idénticos criterios de represión y exclusividad ideológica.
Ahora bien, no todo son aleluyas. Unas veces promovido o consentido por gobiernos afines a la ideología conservadora y otras por gobiernos teóricamente progresistas, el sometimiento inconstitucional a la Iglesia católica sigue siendo en España un hecho inamovible.
El gobierno de Rodríguez Zapatero, teóricamente progresista, guardó en el cajón del olvido la nueva Ley de Libertad de Conciencia, que ofrecía una mayor amplitud de miras en el tema de las libertades y la igualdad de los ciudadanos, cuando la mano oculta de la Conferencia Episcopal marcó su territorio y lo vetó; los llamados “funerales de Estado”, con asistencia de las más altas magistraturas del Estado español, son dictados y ejecutados por la jerarquía católica y ejecutados conforme a sus criterios, sin que se oiga rechistar a los gobiernos de turno, convirtiéndose en funerales conforme al rito católico-romano, con independencia de que los fallecidos sean o no católicos, musulmanes, protestantes, ateos o de cualquier otra confesión religiosa; la jefatura del Estado, del Gobierno y del resto de instituciones del Estado, participan oficialmente en actos religiosos y ceremonias auspiciados por la Iglesia católica, olvidando que representan, o deberían representar, al 100 por 100 de la ciudadanía, mientras ignoran la existencia de otros colectivos religiosos; la Iglesia católica sigue recibiendo ingentes dotaciones presupuestarias, en clara discriminación con respecto al resto de confesiones (la solución no es café para todos, sino que cada confesión religiosa se responsabilice de sus propios gastos).
El falaz argumento de algunos dirigentes políticos de que ese rosario de favores discriminatorios hacia la Iglesia católica se debe a que son mayoría, no solamente es tramposo, sino injusto e inconstitucional. Por una parte, recordar que la mayoría de españoles es, en la actualidad, no católica, ya que sus seguidores representan en la práctica tan sólo el 15 por 100 de la población; por otra parte, lo constitucional es cumplir lo dicho en el artículo 16,3: “Ninguna confesión tendrá carácter estatal”.
Allá los irlandeses con su voto a favor o en contra del matrimonio homosexual, un tema que en España ya tenemos resuelto para gusto de unos y disgusto de otros. Pero bienvenida sea su decisión de dotarse de leyes dimanantes de la voluntad popular y no de los dictados de una determinada confesión religiosa. Bienvenidas sean, igualmente, las elecciones municipales y autonómicas que en un par de días van a celebrarse en territorio español, que apuntan a una apertura del amplio espectro político, esperemos que para bien de la democracia y de las libertades.
Para nosotros, al margen de genialidades y confrontaciones banales, reclamamos la aplicación del derecho individual y colectivo, que permita crear una sociedad más justa y equilibrada, solidaria con los más vulnerables y respetuosa con los valores religiosos que cada confesión considere oportuno, siempre y cuando no vayan en menoscabo de otros ciudadanos. Recordemos aquello de que mi libertad termina en la punta de la nariz de mi vecino.