En materia de lenguaje escrito y oral hay una considerable cantidad de personas que de manera regular se preocupan por disipar sus dudas y por adquirir soltura en el manejo del asunto, lo cual es saludable, pues esa es la actitud de todo aquel que en su desempeño deba recurrir a la redacción de textos, pues eso le dará la oportunidad de obtener éxito.
Esa misma inquietud le permitirá, además, distinguirse dentro del grupo, pues el hecho de que alguien sea profesional, no es garantía de que escriba ni que hable bien. Por lo menos en Venezuela es así, con contadas y honrosas excepciones que se distinguen muy fácilmente.
Conozco profesionales que sobresalen en su oficio; pero en cuanto a la elaboración de textos o expresión oral, tienen serias dificultades. Esas deficiencias tienen su origen en la escuela básica, en la que la forma de enseñar el castellano nunca ha sido la más idónea, pues los estudiantes no se preocupan por aprender, sino por memorizar las partes de la oración y una que otra regla en el momento de presentar un examen, y ya. Esas falencias las arrastra hacia la educación secundaria y a la universidad.
Es lamentable que en la universidad la enseñanza del lenguaje escrito y oral sea muy superficial. Más lamentable es aun el hecho de que en la mayoría ya desapareció del pensum de estudios.
Me imagino a un abogado que introduzca un texto ante un tribunal, y que el juez no se lo admita por estar plagado de errores ortográficos, como supuestamente le ocurrió a Herman Escarrá, reputado jurista venezolano.
Quizás lo de Escarrá no haya sido cierto, y que todo se deba a la macabra imaginación de algunos de sus detractores; pero hay muchísimos casos de profesionales con serias limitaciones en nociones elementales de ortografía, y sin embargo, algunos los estiman como excelentes profesionales. ¡Vaya usted a saber la razón!
Paralelos a las personas que se preocupan por escribir y hablar bien, están los «toeros», definidos estos como los que presumen de saber de todo; pero que ni en la superficie ni en el fondo saben nada. Con esa clase de personas he tropezado en muchas ocasiones, y ha habido polémicas, como me ocurrió recientemente cuando salí a comprar un marcador cuya tinta es borrable, para lo cual pedía que me vendieran uno de tinta deleble, que es lo mismo.
Todas las veces que lo solicité, varios «toeros» me corrigieron con la advertencia de que no es deleble, sino «marcador acrílico», lo cual me dio pie para publicar este comentario con la intención de aclarar lo de borrable y deleble, que por lo que puede observar, muchos no lo tienen muy claro. ¡Hacia allá voy!
Corrientemente, al marcador en cuestión se le llama acrílico, y no estoy seguro de que esa sea una denominación apropiada, pues si se revisa el DLE, podrá encontrarse que acrílico es un adjetivo que se le aplica a algo hecho de «una fibra o de un material plástico: que se obtiene por polimerización del ácido acrílico o de sus derivados. Es además objeto o producto hecho con material acrílico». El entrecomillado es ex profeso, para indicar que así lo tomé de la versión electrónica del registro lexical de la docta institución.
Ahora bien, mis conocimientos de química, que no van más allá de los que recibí en el bachillerato, me animan a asegurar que, en cuanto al marcador, este no es acrílico, sino la pizarra, pizarrón o tablero, como también se le conoce en otros países de América.
De cualquier modo, dejo abierta la posibilidad de que cualquier persona con conocimientos en procesos de elaboración de productos con ese material, pueda sacarme de la duda. Se exceptúan los «toeros».
Pero sea acrílico o no, no tengo la menor duda de que es un marcador de tinta borrable o simplemente deleble, que es el antónimo de indeleble. El desconocimiento del significado de deleble e indeleble, es lo que ha hecho que muchos no sepan solicitarlos, y en reiteradas ocasiones les hayan vendido el que no es.
Un verso de la canción «Estrellitas y duendes», de mi admirado maestro Juan Luis Guerra, podría serles muy útil para saber diferenciar lo imborrable y lo borrable (deleble), sin necesidad de pretender desempeñar el detestable oficio de «toero».