En casa se decía que ella tenía un sexto ojo capaz de ver la verdad de lo ocurrido. Lo cierto es que los ceretones le susurraban al oído los secretos que escondía la sobrinera en lo más profundo del haitón de sus travesuras.
No hacía falta tratos crueles, inhumanos o degradantes ni encierros en el tigrito de la habitación. Bastaba con saberse el conjuro y observar la bolita mágica del cesto de la ropa sucia: ésta, antes de ponerla a remojar en agua y jabón de paraparas para que la fórmula indígena desapareciera las evidencias físicas, revelaba aquello que se quiso ocultar. Las franelas delatoras entregaban en silencio a quienes habían participado en la aventura de tomar por asalto el cielo de chocolate que ella dosificaba con la prudencia propia de quien tiene a su cargo la guarda y custodia de provisiones para gestas emancipadoras.
Caso similar ocurría con las predicciones del futuro inmediato. Sus dotes de adivinación no provenían de la cafeomancia o del lanzamiento de caracoles (pensaba que la borra del café era más productiva como abono y las conchas marinas servían para confeccionar artesanías). No. En enero, mayo y septiembre, apenas se leía en los titulares de prensa “Comenzó el tiempo de recluta”, ella sabía que había que idear artimañas (tales como forjar constancias de sostén de hogar, o de estudios universitarios o, en los casos más extremos, informes psiquiátricos de insania mental) para rescatar de las fauces militares -siempre anhelantes de carne de cañón y sangre fresca- a primos y vecinos que serían privados de libertad ilegítimamente por la recluta forzosa.
No necesitaba un catalejo para ver que unos años después sus hermanos junto a otros jóvenes fundarían el Movimiento de Objeción de Conciencia “Elige la Paz”; entonces, comenzó a dejar unas cuantas arepas en la oficina ya que su agudeza visual contribuía a saber que los objetores siempre tendrían hambre cuando llegaran a reunirse y que una de las razones de su objeción era precisamente que en los cuarteles nunca había comida buena para los hijos del pueblo.
Con el transcurso del tiempo la clarividencia de la hechicera se fue nublando. Para descifrar el pasado, ahora debe apelar a sus raíces y esperar con paciencia ancestral que uno tras otra acuda al confesionario ubicado en el teléfono celular y, sin asomo de acto de contrición ni propósito de enmienda, luego de la expresión sacramental he faltado a los mandamientos de la cordura, el sobrino o sobrina en turno pase a relatar los misterios gozosos, dolorosos o gloriosos que constituyen los episodios imprudentes del más reciente capítulo de su corta vida. Y, si del futuro se trata, ¿quién puede predecir si el próximo abril el pueblo chileno se manifestará tan vehementemente como en los pasados meses contra una Constitución Política que ha regido sus vidas desde la oprobiosa dictadura de Pinochet o meramente se conformará una vez más con una ley reformista como las veintidós anteriores?
Cuando ya no solo era inminente sino irreversible la pérdida de la habilidad visual, la Bruja sacó del sobrero un interés repentino por las propiedades de la luz. Se dedicó a visitar anticuarios en búsqueda de monóculos, telescopios, microscopios, lupas, lentes y lentillas. Mas su deseo de poder mirar lo que a simple vista es invisible se fue al traste tan instantáneamente como llegó. Al poder constatar a través de los instrumentos ópticos que las estrellas carecían de brillo y que el agua vendida como pura, de manantial, está poblada de bichos, comprobó la existencia de seres engañosos: al tenerlos tan cerca que casi podríamos besarlos, nos damos cuenta que su belleza es pura petulancia o fraude empresarial disfrazado con ínfulas privatizadoras, patriarcales, dogmáticas o todas las anteriores.
Sin embargo, ella seguía empecinada en tener una visión nítida de las cosas. Quería que la refracción de la luz diera en la retina y no en el blanco. Pero ya era demasiado tarde: su cristal natural era menos flexible y le costaba enfocar los cambios. Además, de tanto esforzarse, sus ojos estaban permanentemente irritados y se habían constituido en una fuente de los que manaban las lágrimas sin causa justificable.
Una vez hubo un aquelarre. Uno de los brujos se percató del enrojecimiento de sus ojos y, solícito, hurgó en su zurrón hasta extraer una pócima. Los demás tertulianos se alborotaron. Uno, estirando el brazo a más no poder, pretendía descubrir si entre los ingredientes había algún antibiótico. Otro, se quitó las propias gafas y se aproximó el frasco hasta casi la punta de la nariz para leer la fecha de vencimiento. Otro, cual polilla, se acercó peligrosamente a la bombilla del farol indicando que lo imprescindible es que el contenido se hubiera producido en un laboratorio reconocido. Finalmente, un Viejo Hechicero Zurdo, sentenció: “Realmente cada quien se fija en lo que le interesa. Dejen de perder el tiempo en discusiones banales. Si son gotas para los ojos y se aplican con esperanza y fe colectiva, curarán”.
Hay veces en las que, pese a todos los subterfugios de la ciencia que se usen, no hay lente, conjuro, poción ni colirio que corrija la realidad o aclare la mirada. Lo único realmente reparador es sostener entre todas las manos un frasquito de gotas para los ojos.
Lo normal rara vez es lo mejor.