Viví en Moscú de octubre de 1982 a principios de 1985; inolvidable experiencia por lo que aprendí y porque conocí la bondad del pueblo ruso a través de amigas que fui haciendo.
Fueron las primeras, mi vecina Tamara Andrievna, médica jubilada y viuda de un héroe de la Segunda Guerra Mundial, la Gran Guerra Patria de los rusos; y Tamara Vasilievna, portera del edificio y acomodadora en el Teatro Bolshoi.
Cultas, trabajadoras y magníficas personas, me presentaron como inastrame jurnalist, (periodista extranjera) a sus marchantes y les daba propinas para que me apartaran provisiones, porque los almacenes estaban semivacíos.
Y cuando llegaban huevos, pollos, piñas o papel de baño, hacían largas colas por mí y peleaban con malhumoradas dependientas que me trataban pésimo creyendo que me negaba a hablar ruso, porque era polaca o lituana.
Me curaron una gripa atroz, con cataplasmas de mostaza, miel, caviar, yagadas, (frutitos rojos de los bosques moscovitas) y aspirinas en polvo; no había maquinaria para hacer tabletas.
Ellas, y Tania, Natasha, Nadia, Irina y dos Liudas, me enseñaron a medio hablar el ruso de la calle, llevar a los parques comida a las ardillas sin caerme cuando la primavera derretía la nieve, dejando charcos que las madrugadas congelaban formando capas de hielo resbaloso como mantequilla.
Y a preparar sopas, caclietas, pelmenis (croquetas, ravioles) mermeladas y conservas de ajos, pepinos y jitomates, para los crudos inviernos de casi ocho meses.
Por ellas me enteraba de acontecimientos públicos y privados y de enfermedades y muertes de los jefes del Partido Comunista de la Unión Soviética, PCUS, horas antes que la televisión lo dijera.
Esa radio babushka (chismes de abuelas) era utilísima para llegar con pormenores a las conferencias de prensa que organizaba la agencia oficial de noticias Novosti, con funcionarios que no siempre decían la verdad.
Pese a su formidable personalidad, el canciller Gromiko negó durante semanas en septiembre de 1983, que aviones de combate soviéticos hubieran derribado sobre la isla de Sajalin un jumbo surcoreano que con 269 pasajeros volaba de Nueva York a Seúl, violando su espacio aéreo.
Y otro miembro del Sóviet Supremo aseguró días antes de la muerte de Andropov, que solo un «ligero resfriado» había impedido que fuera visto públicamente en seis meses.
En una de las dos recámaras de mi departamento, un ruidosísimo fax tecleaba día y noche aventando metros y metros de papel con intrascendentes noticias de países socialistas y africanos.
Me llegaban Pravda, (La Verdad) principal diario soviético y algunas publicaciones rusas en español.
Pero el control de la prensa era tan férreo y ridículo, que eliminaba hasta la mancha roja de la cabeza de Gorbachov, entonces miembro del politburó, y aseguraba que en las elecciones para la presidencia de Estados Unidos los comunistas Gus Hall y Angela Davis, barrerían a Ronald Reagan.
Buscaba información en L’Unitá, y L’Humanitéperiódicos de los partidos italiano y francés, independientes de Moscú e impulsores del eurocomunismo; en la embajada mexicana leía los nuestros y en la gringa me regalaban la revista Time.
La tribuna de prensa en la Krasnaya Plozhad llamada Plaza Roja por bonita, porque en ruso rojo y bello son sinónimos, estaba junto a la de los jerarcas; que hoy me doy cuenta no eran tan viejos como parecían, por sus sombreros y abrigos negros, lento caminar y enguantadas manos, que apenas alzaban para saludar.
Era líder máximo el ucraniano Leonid Ilich Brezhnev; tenía ojos preciosos, muy azules y brillantes y usaba zapatos de suelas gastadísimas.
Al poco tiempo, me tocó ir a su funeral; murió de un ataque al corazón el 10 de noviembre de 1982, a un mes de cumplir 76 años.
Su cuerpo colocado en ataúd rojo, color del luto y la hermosura, fue llevado en hombros y sin tapa por los miembros del politburó hasta la Casa de los Sindicatos; homenajeado con tres días de duelo y enterrado en una pared del Kremlin cinco días después, para dar tiempo a que llegaran invitados extranjeros como el vicepresidente George Bush.
Para reemplazarlo, el politburó designó al ruso Yuri Vladimirovich Andropov, hijo de un trabajador de ferrocarriles y remero en el Río Volga antes de iniciar estudios técnicos y militancia.
Hacía ocho años que al hablar en el Veinticuatro congreso del PCUS, Brezhnev había prometido solucionar los problemas «maduros ya», del comunismo.
Pero ahora, Andropov pedía a los científicos «investigar con seriedad, en qué etapa estamos de la construcción socialista» y calificaba como «deprimentes» economía, salud, educación y servicios.
Había sido quince años jefe de la KGB y conocía la falta de iniciativa, bajísima producción, corrupción generalizada y descontento por falta de estímulos y carencia de productos de primera necesidad.
Declaró que solo cambios mayores podrían preservar a la URSS y planteó reformar los medios de comunicación y el trabajo de funcionarios gubernamentales y partidistas y analizar los problemas con el mundo capitalista y las relaciones con los países socialistas y las repúblicas soviéticas, para conocer la esencia de sus discrepancias.
Prensa y tv comenzaron a informar del «relajamiento de la moral socialista», destitución de dirigentes por corrupción o ineficacia y la urgencia de liberar la economía «de la sofocante tutela del partido».
Advirtió Andropov, que los cambios serían con apertura, glásnost, y restructurando lo que funcionaba mal, perestroika, «para no seguir divorciados de la realidad».
No pudo hacer más, padecía muchas enfermedades y falleció quince meses después; el 10 de febrero de 1984, a los 69 años.
Y me tocó otro funeral de Estado.
Fue igual al de Brezhnev, empezando por el ataúd rojo y descubierto llevado por sus colegas hasta la Casa de los Sindicatos; pero uno de ellos, el siberiano Konstantin Ustinovich Chernenko de 72 años, estaba tan débil que no pudo levantar los brazos para cargar la esquina que le tocaba.
Sin embargo, el politburó lo eligió jefe del partido y de la URSS; murió de cirrosis trece meses después.