White God es una película profética contada a la manera de las fábulas antiguas. En ella se narra la bajada a los infiernos de Hagen, un perro sin pureza racial y ojos de miel al que hay que exterminar por decreto, y la de sus amos, una hija y un padre que también conocen la pérdida y el abandono, si bien por motivos distintos.
Éste será el único punto de contacto entre ellos que, después de mucho testarudear, sufrir y hacer y sufrir, abra una vía de comunicación en su personal descenso al horror, lo que ocurrirá sólo al final de la película.
White God es, en este sentido, una fábula positiva. Al menos para el humano, lo es. Claro que, tal vez como dice el poeta Rilke a quien se cita ab initio como una plegaria, «lo horrible que vemos obedece sólo a nuestra falta de amor». Y es que está comprobado que, cuando se presta atención a alguien, por raro que sea, parece que pierde su malditismo, y así, lo que en White God sería bueno para los humanos, no lo es para los simpáticos canes.
El perro Hagen ejemplifica a cualquier otro animal, incluso a cualquier persona o galgo que, hasta ayer juguete y caprichito de su dueño, pasa a vagar por la autopista (de la vida) en busca de comida. Convertido en un bulto sospechoso, es así como conoce a otros que, igual que él, descienden por la brusca pendiente a una realidad donde les aguarda lo más terrible del ser humano en su afán de «limpieza».
Entramos con White God en una ciudad europea de postal (Viena, Ginebra), todo obras de arte y dinero carísimo, donde no se permite un papel por el suelo si no es un billete de euro, y donde se decreta el exterminio de los perros sin pedigree. Una medida que aprobaríamos -ésta es la moralina, me atrevo a aventurar- los que cada mañana pisamos las aceras de ciudades no tan limpias y nos vemos obligados a saltar sobre los orines, rosquillas y longanizas que nos obsequian los incívicos dueños del mejor amigo del hombre.
Claro que, he dicho «aprobaríamos» en hipótesis de trabajo antes de ver lo que ocurre en White God, donde parecen cumplirse todas las profecías de los poetas visionarios en sus versos más surrealistas. Me saltan a la memoria las palabras de Lorca «En un montón de perros calcinados», verso con que culmina el canto al Alma ausente del Llanto por Ignacio Sánchez Mejías, por no hablar del clásico entre los clásicos (Cervantes), que en su «Coloquio de los perros» permite a dos de ellos hablar durante una noche y narrarse mutuamente las trapacerías de sus dueños y lo que con ellos pasaron, todo expuesto con «una inteligencia superior», lo que les permite una interpretación benevolente de la condición humana.
Pero volvamos al cine. He tenido la suerte de ver la película Matar a un ruiseñor, de Robert Mulligan, EEUU. 1962, gracias a la cátedra Glenlivet que proyecta cine jurídico en el Ateneo de Madrid. No sé si se acuerdan de la escena del perro vagabundo «supuestamente rabioso» que cojeaba penosamente al acercarse a los niños… Igual que va a cojear el negro Tom antes de ser disparado por negro (lo que subraya mucho, para que no haya dudas, el abogado Atticus Finch, quien no ha dudado en disparar al perro al principio de la película): «Tom corría como si cojeara».
Está todo ya inventado.
Tiene algo White God de sinfonía en la escena inicial -con los 250 perros corriendo al son de la música clásica, sus continuas alusiones a Tanhaüser– y algo mucho de cargante en las finales, con sus incesantes carreras y la alarma desatada en la población. El tema de la venganza animal no es nuevo, y ahí están los delfines ocupando la ciudad de Los Simpsons…
Pero toda la película se ve con sumo gusto -y disgusto a la vez-, con interés creciente por la intriga (adónde nos lleva, qué pasará con todos ellos, tan perdidos cada cual a su manera, la chica, el padre, el perro que sobra como sobró el padre). Porque White God trata de muchas cosas y no sólo de perros: la familia, la educación, la pérdida de quien se ama, y de ahí dos frases que resumen y escalofrían: «Todavía tienes corazón», en labios del preparador de perros, que engaña porque parece significar otra cosa de lo que finalmente es: «Yo te lo quitaré», como seguramente un día hicieron con él, extranjero en Viena; y la del padre, cuando empieza a comprender a su hija: «Es duro perder a quien se ama». Esas 2 frases son la almendra que convierte al perro Hagen y su bajada a los infiernos en metáfora de la vida humana.
White God (Dios blanco) es la quinta película del director húngaro Kornél Mundruczó, quien toma como punto de partida «las cada vez más rencorosas y absurdas relaciones sociales». Fue rodada con 250 perros –casi todos procedentes de refugios, y todos ellos, tras acabar el rodaje, acogidos por nuevos dueños-, lo que supone un récord en la historia del cine,