Durante la experiencia democrática de la Segunda República, cinco años después de la sustitución de la monarquía, se produjo, en febrero de 1936, en la tercera de las elecciones del periodo, el triunfo del izquierdista Frente Popular ante las fuerzas conservadoras.
La conspiración civil y militar que venía tejiéndose desde abril de 1931 se aceleró debido al miedo cada vez mayor de los reaccionarios a la revolución social promovida por las agrupaciones políticas más radicales, menos exclusivamente republicanas.
El fracaso de la precipitada rebelión militar, en julio de 1936, desembocó en una auténtica guerra que enfrentó a los sublevados mayoritariamente monárquicos, pero también protofascistas o parafascistas (antiparlamentarios, antiliberales, temerosos del poder de las masas), con quienes defendían bien el orden constitucional bien la ya irremediable revolución proletaria (los decididos valedores de los principios reformistas hacia el progreso y los soñadores del futuro). Fue una guerra civil, la Guerra Civil española por antonomasia.
La sociedad civil y el país quedaron divididos en dos, y no sólo hubo muerte en los frentes de batalla, también en las retaguardias. En la zona dominada por los republicanos, el golpe militar provocó una revolución social y política, una socialización de los medios de producción e incluso en algunos casos colectivizaciones agrarias; y, en la rebelde, se fue transformando el Estado bajo el liderazgo absoluto del general Francisco Franco, quien construirá un régimen dictatorial, inicialmente con la ayuda de Alemania e Italia (las potencias nazi-fascistas) que le permitió ganar la guerra.
La victoria franquista en abril de 1939 supuso el triunfo del sector más antiliberal de cuantos promovieron la destrucción del régimen democrático, así como la culminación del franquismo, una autocracia personalista ultraconservadora, antiliberal y antidemocrática, revanchista y represiva.
El orden volvió a imponerse a la libertad, la propiedad individual a la redistribución de la riqueza.