Rafael Jiménez Claudín[1]
Al abrazar su cuerpo convulsionado por los sollozos, recordó el momento en que decidió adoptarle a pesar de la incomprensión que esperaba entre familiares y amigos por aceptar un niño con rasgos indígenas, en aquella institución de acogida a la que llegó después de superar todos los trámites legales como mujer y soltera.
En la escuela infantil no hubo problemas, aunque sabía que algunos padres se interesaron, cuando lo inscribió, por saber si se trataba de un caso de integración; y tuvo que explicar en diversas ocasiones que era un hijo adoptado.
La primera vez que le escuchó decir «mamá, unos niños me han empujado en el patio del colegio», estaba ya en preescolar y no le gustó la explicación que le dieron: «Aquí se le trata sin ninguna discriminación, pero ya sabe que los niños pueden ser muy crueles». Y comprendió por qué todavía hay personas que no aceptan a los diferentes.
Desde entonces se siguieron los incidentes curso tras curso. Primero fueron las agresiones y los llantos porque el niño no entendía que sus compañeros le trataran mal. Después empezaron las peleas y tuvo que escuchar de los responsables escolares que era un alumno conflictivo y agresivo, que se había erigido en cabecilla de un grupo díscolo.
Hoy, le contaron algunos compañeros de clase, la pelea se inició en el patio del instituto cuando le dijeron «tu madre es una puta que se acuesta con indios».
La policía municipal se hizo cargo de él cuando trasladaban al otro chico en una ambulancia al hospital y ahora, mientras le abrazaba en la antesala del juez de menores, pensó en que tendrían que mudarse a un barrio más tolerante ante la diversidad racial, y en el que su hijo tenga la oportunidad de recuperar una adolescencia de relaciones sin violencia.