Laura Fernández Palomo
Hace un año y medio, en Jordania se contabilizaban unos 5.000 exiliados sirios. Ya era una cifra que inquietaba. Jordania no tenía campo de refugiados. La mayoría residía en la capital, Amán, o en ciudades fronterizas como Ramtha. Carecían de estatus que les garantizara una protección. Estaban cautivos. Llegaban heridos de bala a un país de seguros médicos privados, no podían trabajar y las familias sobrevivían con 21 dinares diarios (22 euros) que les daban las organizaciones locales. Llegó también un buen número de jóvenes y exiliados de clase media alta. Cambiaban dólares con soltura para sobrevivir en esta economía inflaccionaria, pero las historias de sangre y represión que habían dejado atrás eran las mismas. Las que veíamos en los vídeos que enviaban desde el interior que, para ellos, contenían nombres y apellidos. Algunos de los exiliados contaban con historial de activista y presagiaban el deterioro de la situación, porque ya habían sufrido persecuciones y habían conocido las prisiones del régimen. “Qué no será capaz de hacer”, ganaba el cinismo. Aunque en general, pensaban que habría un límite de “un año”, “y triunfaría la revolución.” El centro de Amán comenzó a tener acento sirio; en las azoteas de la calle Rainbow se organizaban encuentros, con guitarras y música popular, versionada y dedicada a la revolución. Quienes asistían, recién llegados de Homs y de Damasco, coincidían en los relatos de conocidos muertos, francotiradores en los funerales de los manifestantes y bombardeos.
En marzo de 2013, cuando se cumplen dos años desde las primeras protestas pacíficas que fueron reprimidas a fuego por el régimen de Al Asad y han derivado en un enfrentamiento civil, – inducido por la inoperancia internacional, la injerencia sumergida y un poderoso mensaje sectario oficial – en Jordania hay más de 400.000 sirios. Más de 100.000 son refugiados y viven en el desértico campamento de Zaatari que se abrió el pasado verano, cuando los termómetros marcaban 50 grados.
“Ni las bombas, ni esto”, resume el joven Ahmed Mahmoud Tamaqui, desde el interior de una de las tiendas de campaña con el logo de la Agencia de Refugiados de la ONU, que es ahora su casa y la de la mayoría de sus vecinos. Otros, recién llegados, se hospedan en contenedores metálicos que comenzaron a acondicionarse después de que el temporal de invierno volcara, literalmente, decenas de tiendas y helara, también literalmente, de frío a los residentes. ¿Nadie intuyó las consecuencias climatológicas en una ciudad hecha de lona? La gestión del campo de Zaatari recibió críticas desde el principio. La desamparada ubicación elegida, con temperaturas extremas en invierno y en verano, sin canalización de agua, sin electricidad corriente, y, según fuentes oficiales, azuzada por la falta de financiación necesaria para cubrir las necesidades del campamento, ha provocado diversas protestas. En días de tensión, los trabajadores realizan sus funciones por la noche para evitar altercados y los refugiados no saben a quién pedir cuentas. Las inversiones han ido en aumento pero no la efectividad de la gestión. Zaatari recibe las donaciones por zonas. Un ejemplo, las que llegan desde el Gobierno jordano o por Bahréin (Estado que invierte similares esfuerzos en la defensa de la rebelión en Siria como en la ofensiva de su rebelión interna) reciben electricidad desde hace pocos meses; quienes viven en la zona gestionada por Arabia Saudí todavía no tienen.
Los racionamientos de comida se reparten en grandes carpas en el centro del campamento que se ha convertido en el centro de la ciudad. Una calle mayor por la que parecen buscar ocio los refugiados, haciendo que pasean cuando es, en realidad, un matar el tiempo. Tampoco les dignifica gastarlo recorriendo desde las zonas periféricas – el campo crece y se extiende cada día – un camino de más de 20 minutos para coger raciones de pan entre mallas metálicas, como si estuvieran alimentando a un animal. Wala Mahmoud se altera, además, porque dice que a veces reciben productos caducados o deteriorados. La escasez de la asignación ha motiva la proliferación de puestos de frutas, comidas, ropa y zapatos de segunda mano que compran en su propio mercado con libra siria. Ahora también se encuentran cafeterías, tiendas de móviles y peluquerías, intentos de crear un espacio cotidiano. Pero Zaatari no es acogedor.
No es un acto voluntarioso que se intente vivir con cierta normalidad. Que los niños jueguen o rían a carcajadas como si fueran ajenos a su inhóspita realidad. Son lapsus de supervivencia, que se terminan con la vuelta de la consciencia porque nadie quiere estar allí. No se elige ser refugiado. Es fácil que el desánimo les lleve a preguntarse si la revolución valió la pena. “Vivíamos mejor antes”, reconocen miembros de la familia Tamaqui. Pero saben que vivir con Al Asad, ahora, es imposible. La vuelta será dura. Cuando salieron de Daara, estaban bombardeando su vecindario. No les quedará nada. Volver a empezar. No solo los ciudadanos, el país entero, ahora destruido por fuera y herido por dentro. “Será como ver crecer a un niño”, figura Wala con sus manos.
Las historias y la sensación de que Al Asad está acabado son las mismas que las de hace un año y medio, pero el número de voces que las cuentan, de muertos que despiden, de bombas que impactan contra la población civil siria y días que restan al calendario aumentan imparablemente. Las cifras son escalofriantes: 940.000 refugiados, dos millones de desplazados internos, 70.000 muertos y cuatro millones de afectado por el conflicto. Mientras el presidente sirio tiene intención de presentarse a las elecciones presidenciales de 2014, según el ministro de Exteriores iraní.
El campo de refugiados de Zaatari recibe una media de mil sirios diarios que aprovechan la oscuridad de la noche para esquivar a las fuerzas de seguridad del régimen y traspasar la frontera jordana. Su capacidad límite es de 120.000 sirios. Pero la mejora de las condiciones ya no consuela. Están a salvo pero no a gusto. Zaatari no es lugar para refugiados que llegan queriendo descansar la memoria de un conflicto en el que sigue muriendo gente.