Había tomado la fotografía en San José, una de las zonas más salvajemente devastadas por el tifón Yolanda ( Filipinas) y cuyo perímetro en aquel momento se hallaba llenó de cadáveres y no había quedado en él un solo ser vivo ni árbol en pie.
San José, Filipinas, tras el paso del tifón YolandaMientras la gente desesperada se arremolinaba en lo que quedaba del aeropuerto de Taclobán para ser transportados lo antes posible a un campamento de refugiados en Manila, escuche detrás mío la conmovedora conversación que un conductor de ciclo (bicicleta que lleva pasajeros) dirigía hacia sus dos hijos, supervivientes de aquel apocalípsis en donde habían muerto miles de personas.
De ser franco y como no entendía Tagalo (dialecto de Filipinas), nunca pude entender lo que decían en aquella conversación, pero tras seguirles durante un rato y al ver que reconstruían con escombros lo que quedaba de su chabola, pude comprender de que se trataba.
Aquel padre de origen tan humilde lleno de amor hacia sus dos pequeños a los que siguió abrazando una y otra vez y que aparentemente había perdido absolutamente todo, no podía ocultar la inmensa felicidad de aun poder seguir junto a ellos.
La fuerza del amor y del tenerse aun los tres, les había dado la ilusión, la ilusión de volver a reconstruir sus vidas desde la nada.
Así y alejándome de aquel lugar de muerte en donde ni siquiera se escuchaba el gorjeo de un solo pájaro, en el aire quedaban las palabras de amor de un padre para con sus hijos y el martillear de un padre que había decidido reconstruir su nueva chabola desde los escombros y sostenida bajo los sólidos cimientos del profundo amor que profesaba hacia sus pequeños.