El referendo del Reino Unido sobre si abandonar o no la Unión Europea dio lugar a parejas extrañas -y a algunos adversarios aún más extraños-, señala Yanis Varoufakis en este artículo de opinión, en el que recuerda que mientras un tory se enfrentaba despiadadamente a otro tory, el cisma en el establishment conservador recibió mucha atención. Pero una división paralela (afortunadamente más civilizada) afligió al bando de la izquierda.
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Después de haber hecho campaña contra el «leave» (partir) durante varios meses en Inglaterra, Gales, Irlanda del Norte y Escocia, era inevitable que recibiera críticas de los partidarios de izquierda del «Brexit», o «Lexit» como se lo llegó a conocer.
Los partidarios de una salida rechazan el reclamo emitido por el DiEM25 (el radical Movimiento Democracia en Europa, lanzado en Berlín en febrero) a favor de un movimiento paneuropeo que cambie la UE desde adentro. Creen que para reactivar la política progresista hace falta abandonar una UE incorregiblemente neoliberal. La izquierda necesitaba el debate resultante.
Muchos en la izquierda desdeñan, y con razón, la rendición fácil de otros en su mismo bando ante la premisa de que la globalización ha tornado irrelevante el estado-nación. Es cierto, los estados-nación se han vuelto más débiles, pero nunca se debe confundir poder con soberanía.
Como lo ha demostrado la pequeña Islandia, es posible que un pueblo soberano salvaguarde libertades y valores básicos independientemente del poder de su estado. Y, lo más importante, Islandia, a diferencia de Grecia y el Reino Unido, nunca ingresó en la UE.
Allá por los años 1990, hice campaña contra la entrada de Grecia a la eurozona, de la misma manera que el líder del Partido Laborista de Gran Bretaña, Jeremy Corbyn, hizo campaña en los años 1970 en contra de sumarse a la UE. Por cierto, cuando amigos en Noruega y Suiza me preguntan si deberían respaldar el ingreso de sus países a la UE, mi respuesta es negativa.
Pero una cosa es oponerse a entrar a la UE y otra muy distinta es estar a favor de salir de ella una vez que se está adentro. Es poco probable que una salida nos lleve adonde habríamos estado, económica y políticamente, si no hubiéramos entrado. De manera que oponerse tanto a la entrada como a la salida es una posición coherente.
Si tiene sentido o no que los izquierdistas defiendan una salida depende de si un estado-nación liberado de las instituciones de la UE ofrece un terreno más fértil para cultivar una agenda progresista de redistribución, derechos laborales y antirracismo. También depende del probable impacto de una campaña a favor de la salida en la solidaridad transnacional. Cuando recorro Europa, defendiendo un movimiento paneuropeo para enfrentar el autoritarismo de la UE, percibo una gran oleada de internacionalismo en lugares tan disímiles entre sí como Alemania, Irlanda y Portugal.
Hay partidarios distinguidos de la salida de la UE, como Richard Tuck de Harvard, que están dispuestos a correr el riesgo de sofocar este aluvión. Hacen referencia a momentos cruciales cuando la izquierda aprovechó la falta de una constitución escrita en Gran Bretaña para expropiar empresas médicas privadas y crear su Servicio Nacional de Salud y otras instituciones semejantes. «Un voto a favor de quedarse en la UE», escribe Tuck, «pondrá fin a cualquier esperanza de una política genuinamente de izquierda en el Reino Unido».
De la misma manera, en materia de inmigración, Tuck sostiene que, a pesar de la xenofobia insufrible que dominó la campaña del «leave», la única manera de superar el racismo es dejar que el pueblo de Gran Bretaña vuelva a «sentir» la soberanía devolviéndole el control de sus fronteras a Londres.
El análisis histórico de Tuck es correcto. La UE es adversa a proyectos como el Servicio Nacional de Salud y las industrias nacionalizadas (aunque fue el estado-nación británico, bajo la conducción de la primera ministra Margaret Thatcher, el que le dio a la UE su impronta neoliberal). Y tal vez la pérdida de control de la inmigración proveniente de Europa inspiró una mayor xenofobia.
Pero una vez atrapado en esta UE, es poco probable que una campaña política para abandonarla conduzca a la política nacional en dirección de los objetivos de la izquierda. Es más factible que resulte en una nueva administración conservadora que ajuste la tuerca de la austeridad un poco más y erija nuevos cercos para mantener afuera a los extranjeros despreciados.
A muchos izquierdistas les resulta difícil entender por qué hice campaña a favor del «remain» (quedarse) después de que los líderes de la UE me denigraron personalmente y aplastaron la «Primavera de Atenas» de Grecia en 2015. Por supuesto, ninguna agenda verdaderamente progresista se puede reactivar a través de las instituciones de la UE. El movimiento DiEM25 se fundó en base a la convicción de que es sólo contra las instituciones de la UE, pero desde adentro de la UE, que esa política progresista tiene una posibilidad en Europa. Los izquierdistas alguna vez entendieron que una buena sociedad se consigue ingresando en las instituciones prevalecientes para superar su función regresiva. «Adentro y en contra» solía ser nuestro lema. Deberíamos recuperarlo.
Otro crítico del DiEM25, Thomas Fazi, cree que, «dada la conformación actual del Parlamento Europeo», Grecia habría sido aplastada de todas maneras, aunque el europarlamento fuera más democrático. Pero la visión del DiEM25 no es simplemente que la UE sufre un déficit democrático; es que el Parlamento Europeo no es un parlamento apropiado. Crear un parlamento apropiado, capaz de desestimar al ejecutivo, destruiría la «conformación actual» del Parlamento Europeo e introduciría una política democrática que impediría que los acreedores oficiales aplasten a países como Grecia.
Heiner Flassbeck, el economista camarada de Fazi, en el mismo tono sostiene que el estado-nación, no un terreno paneuropeo poco realista, como supuestamente sugiere el DiEM25, es el lugar correcto para presionar por un cambio. En realidad, el DiEM25 se centra en ambos niveles y va más allá. La izquierda, en algún momento, entendió la importancia de operar simultáneamente a nivel municipal, regional, nacional e internacional. ¿Por qué, de repente, sentimos la necesidad de priorizar lo nacional por sobre lo europeo?
Quizá la crítica más dura de Flassbeck al paneuropeísmo radical del DiEM25 es la acusación de que estamos difundiendo el lema de la izquierda de que «no hay ninguna alternativa» para operar a nivel de la UE. Si bien el DiEM25 defiende una unión democrática, ciertamente rechazamos tanto la inevitabilidad como la conveniencia de «una unión cada vez más estrecha». Hoy, el establishment europeo trabaja en función de una unión política que, a nuestro entender, es una jaula de hierro de austeridad. Le hemos declarado la guerra a esta concepción de Europa.
El año pasado, cuando los acreedores oficiales de Grecia nos amenazaron con expulsarnos de la eurozona, inclusive de la UE, yo me mostré impávido. El DiEM25 está imbuido de este espíritu de rebeldía: no nos veremos forzados por la perspectiva de la desintegración de la UE a doblegarnos ante una Europa a gusto del establishment. Por cierto, creemos que es importante prepararnos para el colapso de la UE bajo el peso del orgullo desmesurado de sus líderes. Pero eso no es lo mismo que hacer de la desintegración de la UE nuestro objetivo e invitar a los progresistas europeos a unirse a los neofascistas que hacen campaña a favor de ello.
El filósofo Slavoj Žižek, uno de los firmantes del DiEM25, recientemente dijo que el nacionalismo socialista no es una buena defensa contra el socialismo nacional posmoderno que traería consigo la desintegración de la UE. Tiene razón. Ahora más que nunca, un movimiento humanista paneuropeo para democratizar a la UE es la mejor apuesta de la izquierda.
- Yannis Varoufakis es profesor de Economía en la Universidad de Atenas.
- Columna publicada inicialmente en Project Syndicate 2016