Hace apenas un año, las autoridades rumanas desplegaban grandes esfuerzos para lograr un mayor protagonismo en el seno de la OTAN. Aparentemente, su meta consistía en coordinar, junto con Turquía y Bulgaria, la presencia aéreonaval de la Alianza Atlántica en el Mar Negro, baluarte de la marina de guerra rusa.
Conviene recordar que la región, antiguo feudo de dos grandes imperios – el zarista y el otomano – se convirtió en una especie de coto de caza cerrado tras la firma, en 1936, de la Convención de Montreux sobre el paso de los estrechos, que asignaba a Turquía el control de los Dardanelos y el Bósforo, regulando y restringiendo el tránsito de los buques de guerra de países no ribereños. La adhesión de Ankara a la OTAN, en 1952, no modificó los datos del problema.
Sin embargo, la situación cambió radicalmente en los últimos años. Tras el desmantelamiento del Pacto de Varsovia, organización militar liderada por Moscú e integrada por sus exaliados de Europa oriental, barcos de guerra norteamericanos, holandeses y británicos se adentraron en las aguas del Mar Negro, espacio naval codiciado por los estrategas occidentales. Más aún: en la cumbre de la OTAN celebrada en pasado año en Varsovia, se acordó la creación de una flota conjunta de la Alianza, integrada por buques de Bulgaria, Turquía, Ucrania, Georgia y Rumanía. El proyecto no llegó a materializarse. Alegando su condición de país eslavo, Bulgaria descartó la idea de la fuerza naval “anti rusa”. Por su parte, las autoridades de Ankara optaron, tras el fallido golpe de Estado de julio de 2016, por un acercamiento estratégico con Moscú. Rumanía se quedó, pues, con el papel de coordinador del proyecto, pero… sin socios atlantistas.
¿Sin socios? Los rotativos rumanos se hicieron eco, recientemente, de la celebración de “gigantescas” maniobras de la OTAN en el Mar Negro, en las que participaron 40 000 efectivos procedentes de veinte países. El operativo generó reacciones asimétricas. Mientras los militares rumanos se sentían arropados por la presencia de los aliados, los politólogos, más preocupados por la reacción del Kremlin, no dudaron en percibir la amenaza de posibles represalias rusas.
“Tampoco hay que preocuparse sobremanera”, afirman los estrategas bucarestinos, “Rusia tiene otras prioridades, como por ejemplo Ucrania y los países bálticos. Rumanía ocupa el tercer lugar en la lista de contrincantes de Moscú…” Añaden que Rusia tiene bastantes problemas internos, tanto a nivel político como económico, como para contemplar un conflicto abierto con Rumanía. Además, reconocen que hay otros focos de tensión en el mundo: Corea del Norte, Libia, Yemen, Irán o China, que centran o deberían centrar el interés de Moscú. Los riesgos para Rumanía han de ser limitados si las autoridades adoptan una postura firme, apostando por el “escudo” de la OTAN y la incondicional pertenencia a la Unión Europea. Una reacción ésta más bien infantil, frente al autoritarismo del «zar” Putin o el despotismo del “sultán” Erdogan.
Obviamente, la preocupación principal deriva de los vecinos inmediatos: Rusia, protagonista de numerosas invasiones a lo largo de la historia; Turquía o, mejor dicho, el Imperio Otomano, ocupante durante siglos.
¿Solución? “Defendernos, para que (los aliados) nos defiendan”. Es decir, incrementar los presupuestos militares, dedicando el 2 por ciento del PIB a gastos para la defensa, tal como lo exige el “gran hermano” transatlántico, no negociar acuerdos fuera del ámbito estricto de la OTAN, respetar el espíritu y la letra de las asociaciones estratégicas avaladas por la Alianza Atlántica. En resumidas cuentas, no tratar de desempeñar el papel de “enfant terrible” que tanto ambicionan los pueblos (y los gobernantes) latinos.
A los paternalistas consejos de los estrategas se suman las inevitables advertencias. ¡Cuidado, el ojo de Moscú nos vigila! Los servicios de inteligencia rusos han intensificado sus actividades en Europa oriental.
De momento, Turquía siegue siendo miembro de la Alianza Atlántica.
Más claro…