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A Manuel Villoria, amigo y maestro
Félix Muriel Rodríguez
1. Roma es sagrada. Lo era mucho antes de convertirse en la sede de la espiritualidad cristiana; era sagrada antes de que fuera la Ciudad santa. Y como tal, su historia ha sido tratada habitualmente en los libros, no solo la República y el Imperio, sino incluso la caída de la misma civilización romana, con tonos áulicos y apologéticos.
El legado de Roma ha sido como un fértil Nilo que ha inundado de espiritual limo la cultura y la civilización europea occidental. Y en particular, “el arte de gobernar ha sacado muchos de sus términos del fondo que nos han legado los romanos” (Stuart Jones). La magna organización del Imperio, las obras públicas, el derecho, la jurisprudencia y la legislación, pero también los delitos, los vicios, los fallos, las patochadas de la vida cotidiana romana. Esa es una visión más “real” de lo que fue y significó Roma, que no ha sido por lo general común. Fue preciso, en fecha muy reciente, una atenta relectura de Suetonio y de Dion Casio, para que a partir de Montanelli, Kovaliov, Veyne, se empezara a ver Roma como realidad plagada de luces y sombras; éstas, sobre todo, no eran objeto de tratamiento en las clásicas obras, o, cuando lo eran, lo hacían de forma tangencial.
Uno de estos temas-sombra de la vida romana es la corrupción. Roma no era una ciudad industrial, su economía no se basaba en la producción sino en la expansión. La principal fuente de riqueza para las elites romanas estaba cifrada en la política y en la guerra, donde los romanos alcanzaban los honores y la dignidad. Ambas actividades se concebían como negocios, ambas eran consideradas como el medio a través del cual conseguir enriquecerse; por ello era generalmente aceptado que se invirtieran ingentes cantidades de dinero para alcanzar un estatus, para hacer carrera, en el bien entendido de que una vez llegado al alto cargo administrativo o militar se resarcirían con pingües intereses, saqueando las provincias, manteniendo en paz las fronteras o conquistando nuevos territorios porque aunque los botines de la guerra eran para el Estado, los bienes confiscados en batalla se repartían entre los altos funcionarios del ejército, y del “tesoro” inicial, apenas llegaba una parte a las arcas del Estado.
Como decía Petronio, “solamente el dinero lo rige todo”: se compraban la elección de los cargos públicos, se compraban los jueces, se sobornaban a los miembros del ejército… Se cuenta de un tal Lentulo Sura, que absuelto por los jueces por dos votos de mayoría, dijo, dándose una palmada en la frente: ‘Mala suerte, he comprado uno de más. ¡Y al precio que me han salido!’. Relata Montanelli que “era tal la facilidad de multiplicar el capital cuando se tenía el suficiente para comprarse un cargo, que los banqueros se lo prestaban a quién no lo tenía al tipo de un cincuenta por ciento de interés”, resultando tan alarmante esta práctica que el Senado terminó prohibiendo a sus miembros esa forma tan “noble” de usura.
La clase gobernante romana era, para utilizar la terminología que recientemente han puesto de moda Robinson y Acemoglu, una “elite extractiva”, que actuaba para su exclusivo beneficio amparada en la permisividad social ante las prácticas que hoy consideraríamos claramente corruptas y en la confusión típica entre lo público y lo privado propia de las instituciones romanas. Con razón, algún autor ha llegado a decir que Roma era una especie de bomba que “aspiraba dinero en todo su Imperio para permitir a una categoría de sátrapas una vida cada vez más fastuosa y un lujo cada vez más insolente”. Por encima de las numerosas explicaciones que se han dado a cerca de las causas que abocaron a la desaparición de la civilización romana, como dice Rodà, directora del ICAC de Tarragona, debemos extraer una lección: “la causa del declive romano fue la corrupción”.
Tal era la corrupción instalada en el sistema, que se generalizó, para referirse a los funcionarios y a los jueces que se dejaban sobornar, la expresión “bovem in lingua (habet)”, que “(tiene) un buey en la boca”, que “está sobornado”, en clara alusión a la figura de un buey que llevaban grabado en el reverso los populares ases y alguna que otra moneda. Es decir, que los romanos distinguían a los corruptos porque se les “veía” el buey en la boca. E, incluso, se acuñó un acróstico de la palabra R.O.M.A. (“Radix. Omnium. Malorum. Avaritia”), “ la raíz de todos los males es la avaricia”; aunque según todos los indicios, es probable que el acróstico datara del siglo IV de nuestra era, pero “la codicia en la vida política de la antigua Roma tenía dimensiones gigantescas desde mucho atrás”(Brioschi).
Roma, aunque era una sociedad “permisiva” con las prácticas corruptas, que formaban parte de su sistema social y político, basadas en el clientelismo, el abuso de poder, las mordidas y el enriquecimiento personal, también combatió la corrupción con leyes que tipificaron los delitos, como el “crimen peculatus”, “peculado”, “malversación de fondos”, que es el delito que comete el magistrado que detrae fondos públicos o abusa de los mismos; “crimen repetundarum“, que, en principio, se refería a los bienes sustraídos ilegalmente por un magistrado a sus administrados, pero terminó, durante la época imperial, llamándose así al delito de la mala administración en el desempeño de un cargo; el «crimen maiestatis», que definía los abusos de poder por parte de los senadores y magistrados; el «crimen concussio», o cobro ilegal de impuestos; el “crimen ambitus”, que describía la corrupción electoral, especialmente la compra de votos…
Y se establecieron una serie de penas que iban desde la devolución del dinero que se había sustraído o estableciendo una multa del doble del valor del daño causado, la infamia, la prohibición de agua y fuego, que era el castigo más fuerte que se podía aplicar a los romanos (que por lo general lo consideraban más duro que la muerte misma, que equivalía al exilio voluntario), la deportación, la pérdida de los derechos políticos, e, incluso, con la pena de muerte en determinados casos.
Hubo, pues, acción decidida de las autoridades en la represión de los casos más sangrantes pero también permisividad de las elites y nula conciencia de rechazo del pueblo romano hacia los casos de corrupción. Y leyes, muchas leyes, en esa creencia, por otra parte muy del legado romano que hemos heredado, de que las leyes actúan como el bálsamo de fierabrás que todo lo cura. De modo que Petronio, el escritor satírico y político romano, ya se preguntaba retóricamente, como muestra de impotencia, en el siglo I: «¿Qué pueden hacer las leyes, donde sólo el dinero reina?». Y es que, realmente, las leyes no sirven de nada si no hay una generalizada cultura anticorrupción en la sociedad. Eso fue lo que faltó en Roma; la cultura era más bien la contraria, la de la permisión…
Brioschi
2. Brioschi, se pregunta en la introducción de su libro sobre la historia de la corrupción: “¿A quién le importa si César es un ladrón?” En Roma, a nadie, más allá de los implicados en las luchas políticas a quienes, como es lógico, cualquier arma es buena para librar la batalla por el poder y eliminar enemigos.
Pero esa tolerancia social con la corrupción no fue exclusivamente de Roma, desde la caída de la civilización romana hasta ahora ha sido una constante de la historia. Hasta hace relativamente bien poco no se ha considerado deshonesto enriquecerse en el servicio público. En realidad, el magistrado, el funcionario, el hombre público honesto, íntegro, servidor de los intereses de la comunidad es cosa de la civilización occidental moderna, o postmoderna a juzgar por el retroceso que últimamente se ha producido con la corrupción.
El funcionario (político o profesional) íntegro es una singularidad del Occidente moderno. De acuerdo con la mentalidad moderna, un hombre público deja de servir efectivamente al Estado si se aprovecha de sus funciones para llenarse los bolsillos, o si pone su ambición personal por delante del interés general (Paul Veyne). Es una conquista de la modernidad que se fundamenta teóricamente a partir de la construcción del paradigma weberiano pero cuya concreción en la práctica ha sufrido y sufre de todo tipo de avatares.
Con independencia de su concreción práctica, en la sociedades del Occidente desarrollado, de la Europa de nuestros días y, en concreto, de la España actual, no pueden tener carta de naturaleza y normalidad los comportamientos deshonestos de quienes pretendan enriquecerse a costa del erario público, de quienes se sirvan del Estado en lugar de servir al Estado. No pueden gestionar los asuntos públicos quienes no respondan en su quehacer a los más elementales principios de la ética pública, del buen gobierno y de la buena política, aunque los respalden los votos populares. La democracia no puede sancionar las malas prácticas corruptas; las urnas no pueden convalidar el delito.
A la pregunta de ¿A quién le importa que César sea un ladrón? Puede que en Roma y, desde entonces, hasta fechas muy recientes, la contestación haya podido ser que a nadie. Pero hoy en día, la contestación debe ser clara y rotunda: nos importa a todos. Porque la democracia moderna no puede aceptar que a sus políticos, magistrados o funcionarios se les vea el buey en la boca. Aguirre, el día en que anunció su segunda dimisión, decía que esto de la corrupción “no es que llueva sobre mojado, es que es una inundación”, para terminar afirmando que es algo que “nos mata a todos”. Y no le faltaba razón.
3. ¿Cómo se refleja esto en la situación española del aquí y el ahora? A más de dos meses de las elecciones del 20-D, y metidos de lleno en los dimes y diretes de las negociaciones, con su teatralidades y postureo, sus lentos avances, sus escenificaciones publicas y sus contactos cruzados y trufados de prudencia y secretismo, o de ambos, casi se nos van olvidando a todos los resultados del sudoku postelectoral, como demuestran ciertas actitudes de los últimos días. Quizá, por eso convenga refrescar la situación de partida.
Si por ganar las elecciones se entiende “alcanzar la posibilidad de gobernar”, hay que reconocer que todos los partidos han perdido y ninguno ha ganado. Convendría que no se perdiera esto de vista porque todavía se oye aquello de que el partido que ha ganado las elecciones tiene derecho a formar gobierno; que los votos de tal o cual bloque de partidos son más que los del contrario, y otras lindezas por el estilo. En una democracia parlamentaria, solo cuentan los escaños. Y los escaños en el Congreso está repartidos entre trece partidos, de los que cuatro son los mayoritarios, pero que ninguno puede por sí solo armar un gobierno sin el concurso de otras fuerzas.
Del bipartidismo imperfecto hemos pasado al polipartidismo inconcluso (cuatripartidismo); porque no podemos caer en la alegría “fashionable” de saludar como definitivo lo que solo está “apuntado”, “inconcluso”. “España ha inaugurado una nueva era de multipartidismo de la forma más complicada posible”, como apuntaba Edoardo Campanella, el economista de Unicredit, en su nota a los clientes del pasado diciembre. O, como decía Felipe González, “hemos pasado a un Parlamento a la italiana, pero sin italianos para manejarlo”.
No hay mayorías de izquierda en escaños –que al fin y al cabo es lo que cuenta en esta fase -: 172 frente a los 178 escaños de la derecha. Considerando como “izquierdas” a las formaciones independentistas (ERC, EH-Bildu); sin ellas, la correlación de escaños sería 161 frente a 170 (descontando de las “derechas”, los 8 escaños de DiL). Seis escaños de diferencia en el primer caso; nueve en el segundo. Puede hablarse de una ligera mayoría de izquierdas en cuanto a votos: “toda la derecha”/”toda la izquierda”: 50 % frente a 47 % (y en la versión depurada, sin secesionistas, 46 vs. 44 %), pero ahora no estamos en el recuento electoral sino en la investidura del gobierno..
4. ¿Qué conclusiones pueden extraerse de esos resultados? No quisiera incurrir en el sofisma tan socorrido de “interpretar” lo que los ciudadanos españoles han querido decir; lo que han querido decir, dicho está con los votos. Son los resultados los que imponen una manera de hacer las cosas, unas determinadas salidas.
La primera conclusión es que, a la vista de los resultados y sobre la base de la situación política actual de España, no hay más remedio que formar un gobierno de ideología transversal. Básicamente por dos razones: una, que la heterogeneidad y la aritmética, tanto en la derecha como en la izquierda, hacen imposible la confección de un gobierno ideológicamente monocolor si no es expresamente tolerado por el resto, y, otra, porque la gravedad de la situación y de los retos a abordar en los próximos tiempos son de tal envergadura que no son tarea para hacerla desde las esquinas. Cuanto antes asuman este enfoque los actores en liza, antes se podrá concluir la negociación del nuevo gobierno.
La segunda, es que son más las fuerzas que están por el cambio, que las que se oponen. Cabe preguntarse, ¿un cambio para qué? A la vista de las propuestas programáticas de las fuerzas que apuestan por el cambio, no es difícil concluir que un cambio para resolver los problemas acuciantes del país: una salida de la crisis, superando el problema del paro y de la desigualdad de la sociedad española, aumentada en la última legislatura; solucionar la cuestión territorial, y acometer la regeneración de la vida democrática, en especial acabar con la corrupción.
La tercera, que el PP no tiene mayoría suficiente para formar gobierno por sí solo, ni los apoyos necesarios para aunar escaños en torno a su candidato. El PP, ahogado por las sucesivas oleadas de corrupción que se han venido descubriendo últimamente y que van anegando Génova, responsable en buena medida de la crisis social y de desigualdad, que se ha profundizado en la última legislatura, y sin haber sido capaz más que de una moderada recuperación económica, apenas sin incidencia en el día a día de la población española, con la pérdida de varios millones de votos y de ochenta escaños y después de una legislatura de rodillo implacable con la oposición, no está en condiciones de aunar voluntades en torno a una posible investidura de su candidato.
5. Con todo, la imposibilidad mayor del PP le viene por la corrupción. En los países de nuestro entorno no es de recibo pactar con partidos atacados por el virus de la corrupción. No es de extrañar, por tanto, que todas las fuerzas políticas hayan manifestado su propósito de no apoyar candidatura alguna del PP, o, al menos, con su actual líder que es, en última instancia, responsable político por la corrupción detectada en algunos de sus correligionarios y organizaciones, bien por negligencia en la elección o en la vigilancia. En la histórica sesión parlamentaria sobre el caso Bárcenas, de primero de agosto de 2013, Pérez Rubalcaba, dirigiéndose al líder del PP le dijo: “Usted ha quedado completamente condicionado en su acción política por el caso Bárcenas. (…) La sombra del señor Bárcenas es ya su propia sombra. (…), su comportamiento está haciendo daño, señor Rajoy, a las instituciones democráticas…(…) Un presidente (…), no puede amparar ilegalidades ni beneficiarse de ellas ni mentir ni ningunear al Parlamento ni estar sometido a hipotecas. Y usted ha violado todos esos códigos. Por eso le digo que su presencia al frente de la Presidencia del Gobierno de España es un problema para nuestra democracia”.
6. Pero, dicho esto, no se puede caer en un frentismo anti-PP. Es muy natural que el PSOE quiera romper el estereotipo que a partir de 2010 se ha acuñado desde los movimientos sociales de que PSOE y PP son una misma cosa. Pero no se puede caer en la trampa de la guerra cultural, impuesta por la emergencia y sus confluencias, de antagonizar al máximo la vida política (Víctor Lapuente). Los frentismos son propios de sociedades inmaduras y de las fuerzas que autodenominándose representantes de la “nueva política”, buscan en la confrontación reafirmar su púber identidad, amparadas en la dialéctica amigo-enemigo (en las teorías schmittianas, por otra parte nada “nuevas”. Carl Schmitt, 1888-1985).
7. No cabe duda que el PP ha entendido mal los resultados electorales. No es la moral de victoria, ni siquiera la de resistencia, lo que debe prevalecer entre sus filas, sino la moral de contrición. Pero no podemos ocultar que el resultado electoral le ha dado más de siete millones de votos al PP, con 123 escaños. Ni tampoco que ni sus votantes, ni la totalidad de su ochocientos mil militantes ni la gran mayoría de sus dirigentes son ni pueden ser calificados de corruptos. ¿Cómo entender correctamente ese resultado, por parte del PP, en primer lugar, y del resto de fuerzas políticas del arco parlamentario? ¿Cómo gestionar esa situación? En la medida en que se acierte para dar una salida adecuada a esa aporía, radicará el éxito de la formación del gobierno.
El PSOE, demostraría no entender bien los resultados electorales si se muestra incapaz de encontrar una salida airosa para esa situación. ¿Hace falta tanta sobreactuación? Creo que en este, como en tantos otros asuntos de nuestra vida política actual, adolecemos del mal de la sobreactuación, que quizás es uno de los aportes más visibles hasta ahora de la nueva política. El país necesita del PP, de sus votos y de sus escaños, para sacar adelante reformas (y fundamentalmente la reforma constitucional, que sería inviable sin el concurso de los votos de los populares, según exigencias de la propia Constitución).
Es preciso encontrar una fórmula de compromiso con el PP y con los demás partidos para que el gobierno sea de todos y no de un partido o de un bloque (aun cuando éste sea mayoritario, que no lo es). ¿Eso quiere decir que haya que dejar que gobierne el PP? No, rotundamente no. ¿Eso quiere decir que el PP deba entrar en las combinaciones de gobierno? No, rotundamente no. Eso quiere decir que es preciso encontrar un mínimo común denominador, no el máximo común múltiplo, donde poder conjugar investidura, gobierno y pactos de Estado para la mejor gobernabilidad del país. No hay que olvidar que un gobierno no lo es solo para los votantes de los grupos que lo forman o apoyan, sino para todo el país, incluidos los demás votantes de todos los partidos. Ahí está la dificultad de formar gobierno y ahí es dónde se juegan los gobiernos su razón de ser. Tampoco hay que olvidar que no acaba todo en la investidura, ni siquiera en la formación del nuevo gobierno, que después de ello queda lo más importante: gobernar, gobernar para todos.
8. Pero en el PP radica el epicentro de su propio seísmo. Y solo el PP puede tratarlo y superarlo. Haría mal con creer que las fuerzas políticas se regeneran en el poder; solo se regeneran en la oposición. Y al PP le hace falta esa indudable regeneración si es capaz de llevar a cabo la catarsis purificadora que necesita. Catarsis y regeneración en la oposición: he ahí el dilema de los populares. Y, mientras tanto, en el aquí y en el ahora, generosidad y lealtad para con el país, esos principios que constituyen la argamasa retórica de los populares en los mítines. Ahora tienen la ocasión de hacerlos realidad. Más allá de las proclamaciones hueras, hacer gala de lealtad democrática que no es otra cosa que aceptar el corpus de principios y valores democráticos que dan razón y sentido a nuestro sistema constitucional de convivencia.
Habría que añadir un argumento más: desde la perspectiva del PP, si el bosque no le impide ver el árbol, una abstención en la investidura del líder del PSOE, no solo ayudaría a la gobernabilidad y a salir del impasse actual sino que contribuiría a centrar al futuro gobierno, liberándolo de tener que aceptar otros compromisos más onerosos. Felipe González pedía, en una entrevista en El País, a finales de enero, al PP que asuma su responsabilidad y no ponga obstáculos a Pedro Sánchez, si el líder socialista consigue cerrar un pacto y formar Gobierno: “No tendrían que negar la posibilidad de un Gobierno si no pueden hacerlo ellos”
Con eso casa mal, soy consciente, el enquistamiento de sus dirigentes y, en primer lugar, de su Presidente. En esas circunstancias los partidos ponen en marcha la táctica del avestruz primero, la omertá después y, finalmente, desentierran Numancia. En el pleno sobre Bárcenas, lo apuntaba Rubalcaba, pidiéndole la renuncia como un acto de generosidad: “la resistencia no es buena cosa cuando resistiendo se hace daño al país que uno gobierna, y esa es la realidad en la que usted está. Usted está haciendo daño a España”.
A veces, los líderes políticos, y los partidos, prefieren quemarse en el incendio a contribuir a apagarlo. Carlo María Cipolla, economista italoamericano y gran historiador de la economía, escribió en 1976 un interesante ensayo satírico acerca de la estupidez humana, que primero circuló ciclostilado entre alumnos y docentes de las principales universidades americanas y europeas, hasta que finalmente vio la luz en un libro con el significativo título de “Allegro ma non troppo”. En el ensayo establece una serie de leyes fundamentales de la imbecilidad humana, entre las que destaca la que llama tercera ley fundamental o “ley de oro” de la estupidez humana, que formula como: “una persona estúpida es una persona que causa un daño a otra o grupo de personas sin obtener, al mismo tiempo, un provecho para sí, o incluso obteniendo un perjuicio”. Es decir, es la persona, o el colectivo, que hace todo lo posible porque se hunda el barco, aun a sabiendas que él mismo se hundirá con la nave.
En estos momentos, la situación exige, no obstante altura de miras, visión de Estado y de futuro. Si se logra una coalición y se consiguen los apoyos para gobernar, si la alianza se fundamenta en la honestidad y en la lealtad de los aliados, puede ser un instrumento de progreso de gran importancia.
De lo contrario, nos veremos abocados a la repetición de las elecciones. “Corresponde a los políticos gestionar la situación creada. Trasladar su incapacidad de entenderse al electorado es como decir a los ciudadanos que se han equivocado al votar, y que cambien” (Andrés Ortega). Aunque queda siempre el riesgo, ínsito en los propios límites de la democracia, que algún día se verifique, paradójicamente, lo que escribía Bertolt Brecht, es decir, que el jefe del Gobierno se despierte un día y dicte un decreto de este tenor: “El pueblo nos ha defraudado. Si no cumple con su deber, el Gobierno lo disolverá y elegirá a otro” .