Chile a cincuenta años (2 de 2)

Son poco confortadores los cables que llegan de Chile en vísperas del cincuenta aniversario del golpe militar que, el 11 de septiembre de 1973, derrocó al presidente constitucional Salvador Allende.

La polarización entre izquierda y derecha se ha agudizado y el presidente Gabriel Boric, cuya aprobación no llega al diecisiete por ciento, no ha logrado que todos suscriban el «Compromiso de Santiago» que busca preservar institucionalidad y democracia.

La derecha lo acusa de querer imponer como verdad única, el Informe Valech; así nombrado en memoria del exobispo de Santiago Sergio Valech que auspició la recopilación testimonial, de treinta mil víctimas de la Junta Militar pinochetista.

Los partidos de derecha no asistirán a las conmemoraciones oficiales y tampoco el dos veces presidente de Chile, Sebastián Piñera.

La Fuerza Aérea aún exhibe como trofeo, uno de los aviones que bombardearon La Moneda con Allende adentro.

Los dirigentes más derechistas siguen sosteniendo que Allende violó las leyes y para preservar la legalidad solo quedaba que el ejército interviniera y rinden homenaje «a las víctimas de la izquierda».

Y advierten que el golpe fue consecuencia y «Pinochet no hubiera existido sin Allende».

Efectivamente, Pinochet pudo no haber existido; pero no fue generado por Allende; sino por el gobierno de Nixon respaldado por la CIA.

No hay razón válida para matar y violar derechos de los que piensan diferente; tampoco puede haber una sola «verdad» y los chilenos comunes coinciden en el deseo de vivir tranquilos, sin sobresaltos económicos y con seguridad ante la creciente amenaza del narco.

Por la paz del país y los que no habían nacido en 1973, ambas tendencias debieran aprovechar el momento y exigir a EEUU que desclasifique completos y sin taches ni párrafos en blanco, como ha venido haciendo, los documentos que prueban su intervención en un asunto que solo concernía resolver a los chilenos.

Y que de acuerdo con su tradición democrática de casi siglo y medio hubieran resuelto mejor y seguramente sin incendiar La Moneda.

Cuando en su cuarto intento por ser presidente, ganó Allende las elecciones de septiembre de 1970 con el 36 por ciento de la votación, cuarenta mil votos arriba de Jorge Alessandri del Partido Nacional, EEUU y la CIA se pusieron nerviosos.

Sabían que afectaría capitales gringos y trasnacionales y sería pésimo ejemplo que un socialista llegara por vía electoral a la presidencia.

La constitución chilena establecía que si ninguno de los candidatos participantes obtenía mayoría absoluta correspondía al congreso decidir entre los dos de más alta votación.

Y cinco semanas antes de la toma de posesión Nixon ordenó impedir esa decisión y la CIA financió al grupo paramilitar Patria y Libertad para secuestrar al general René Schneider, comandante en jefe del ejército.

Pretendían se creyera que el crimen había sido cometido por allendistas para generar descontento en la población y odio al interior del ejército. Pero a los secuestradores se les pasó la mano y lo balacearon.

Y documentos recientemente desclasificados por el Archivo de Seguridad Nacional de EEUU, indican que mientras Schneider agonizaba en el Hospital Militar de Santiago por los tres tiros recibidos, Kissinger decía a Nixon que los militares chilenos eran «un grupo bastante incompetente» y no estaban aprovechando el caos social producto del atentado para hacerse del poder.

Nixon respondió «están desentrenados» y destinó recursos para entrenarlos, pero no logró desviar el voto legislativo.

Porque con apoyo de los diputados de la Democracia Cristiana, cuyo candidato Radomiro Tomic fue tercero en el conteo, el congreso ratificó a Allende por 153 de los 195 votos posibles, para un mandato que terminaría en noviembre de 1976.

Ya presidente, debió resistir presiones de la Democracia Cristiana y el derechista Partido Nacional, hoy desaparecido.

Y también de sus compañeros.

Principalmente del Movimiento de Izquierda Revolucionaria que le urgía ir más aprisa en las reformas, demandaba armas y amenazaba con llevar al paredón a los conservadores y a sus hijas y esposas, al colchón.

De Carlos Altamirano, uno de los más radicales y provocadores dirigentes del Partido Socialista, que murió en 2019 rehusándose a hablar de sus errores; «déjenme en paz, solo quiero que me olviden», respondía a los cuestionamientos.

Y del cuoteo que le impusieron los partidos de su coalición y creaba burocracia, zancadillas y celos.

Como en el área de prensa, donde los representantes comunista y socialista se obstaculizaban, impidiendo hasta el agendamiento de entrevistas.

Pero con todo y los errores cometidos, el derrocamiento de Allende no se hubiera concretado sin la intervención de la CIA y Nixon.

En junio de 1976, Henry Kissinger visitó México para entrevistarse con el presidente electo José López Portillo.

Era secretario de estado de Gerald Ford, porque Nixon había renunciado en 1974 a consecuencia del Watergate y venía de reclamar a Pinochet en Santiago, las sistemáticas violaciones a los derechos humanos de sus opositores.

Como reportera del diario El Día, asistí a la conferencia de prensa que dio en la casa presidencial de Los Pinos que aún ocupaba Luis Echeverría.

Estaba contento por su premio Nobel de la Paz y entre otras muchas cosas habló de las pretensiones cubanas sobre Latinoamérica, soslayando el sostén estadounidense a los dictadores del continente.

Me dio la palabra para hacer la última pregunta; le inquirí sobre su intervención en el apoyo y financiamiento a los opositores a Allende.

Y aceptó «Sí, apoyamos a diferentes grupos y partidos democráticos chilenos… lo hicimos para permitirles llegar sin sucumbir, a las elecciones de 1976…»

Por primera vez EEUU reconocía, y a ese altísimo nivel, su intervención en el desprestigio del gobierno allendista y el golpe militar.

Desde entonces, se han desclasificado infinidad de documentos que la prueban.

Los WikiLeaks han revelado su complicidad, en las dolorosas consecuencias que tuvieron para cientos de miles de familias.

Esta semana, Argentina retiró tres condecoraciones a Pinochet porque «no resultan razonables» y gobiernos de Reino Unido, España y Australia queriendo arrojar luz sobre lo sucedido, publicaron sus documentos secretos sobre el golpe.

Es ya hora de que el gobierno estadounidense pida disculpas a Chile y reconozca que pagó millones de dólares para generar odio, provocar desabastos, bloqueos, secuestros y asesinatos.

Que pagó para que mataran al general Prats y a su esposa Sofía, al ex canciller de Allende Orlando Leteleier y su secretaria estadounidense Ronnie Moffit.

Y en vísperas del golpe entregó un millón de dólares «como apoyo activo» a los generales que lo protagonizaron.

Esa intervención de EEUU y la CIA en asuntos que solo correspondía resolver a los chilenos ha causado división y dolores que persisten, fue denunciada por Allende en diciembre de 1972 desde la tribuna de la ONU.

Y en sus últimas palabras trasmitidas por Radio Portales y Radio Magallanes minutos antes de morir: «el capital foráneo, el imperialismo, unido a la reacción, creó el clima para que las Fuerzas Armadas rompieran su tradición…»

EEUU no puede seguir sosteniendo, que pagó «para que secuestraran, no para que mataran al general Schneider».

Y que no imaginó que la barbarie del bombardeo a La Moneda obligaría a Allende, a optar por el pijama de madera.

Teresa Gurza
Periodista. Soy mexicana, estudié la carrera de Historia y soy Locutora, Cronista y Comentarista y Licenciada en Periodismo, pero ante todo reportera. Me inicié en televisión en 1970 y fui reportera, conductora y productora de programas noticiosos; reportera de asuntos especiales de los diarios El Día, UnomásUno y La Jornada, y corresponsal en la Unión Soviética, Checoslovaquia y Michoacán. Por razones familiares, mi marido era chileno, viví en Chile más una década. He recibido muchos premios y reconocimientos, entre ellos el Nacional de Periodismo en Reportaje y ahora radico en México y escribo artículos para Periodistas en Español y otros medios.

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