Las historias le suceden a quien sabe contarlas, dice Paul Auster y Eugenio Viejo era uno de esos afortunados.
Suena el teléfono fijo –ese que ya no suena casi nunca- y me entero de la muerte de Eugenio Viejo el 11 del 11 de este otoño de 2019 tan complicado. Hace algunos meses que habíamos dejado de vernos porque nuestra salud –la de ambos- lo complicaba todo, pero hubo unos años en que “kedábamos” con otra compañera en las terrazas de cerveza y tortilla de Olavide y, en las horas de una tarde, hacíamos un repaso general de lo político y lo social del entorno, casi siempre con un final sin fe y con muy poca esperanza.
Conocí a Eugenio Viejo tarde, cuando ya había dado varias veces la vuelta al mundo, había desempeñado un abanico de trabajos y, de vuelta de todo, había regresado al Madrid de los orígenes para quedarse. Le conocí cuando todavía nos quedaba esperanza y participábamos en la enésima creación de un periódico “de izquierdas” –una imposibilidad manifiesta en estos pagos- que iba a llamarse “La voz de la calle” y no salió un 14 de abril, abortado por el capitalista del PC que nos había convocado meses antes.
Le conocí entonces pero la empatía se produjo meses después, ya en la calle, cuando Eugenio me llamó para regalarme un ejemplar del libro que acababa de publicar, “Lo que vino después. Autobiografía novelada de cuando el franquismo” (para entonces ya era autor de media docena de textos, entre publicados e inéditos), relato de la infancia y adolescencia de un niño, en los barrios más populares del Madrid de la posguerra.
“En todas las épocas históricas –escribí después de leer la novela de un tirón- hay una generación, o parte de ella, sacrificada. Eugenio Viejo, como el Ramón protagonista de su novela, pertenecen a esa parte sacrificada de la generación que nació en los primeros años 1940 en una familia de artesanos, réplica de los muchos Oliver Twist que en la historia han sido, crecidos en un mundo de carencias (lo que, en el caso del chico de Lo que vino después es perfectamente compatible con un entorno cariñoso y atento, salvo excepciones), sacados a la fuerza de la escuela para obligarlos a apoyar con su trabajo la economía familiar. De vez en cuando, y aunque solo sea para no perderse nada, conviene echar la vista atrás y enfrascarse en un libro como éste de Eugenio Viejo, donde gente como yo puede encontrarse con el revés del espejo…mientras yo tonteaba en la calle Goya e iba al instituto a examinarme de reválida, chicos como Eugenio sustituían a sus madres en las porterías, repartían por las casas los encargos de la tienda de ultramarinos, eran aprendices en los talleres de carpintería y acababan la jornada, negros hasta las cejas de hollín, en las carbonerías. Adolescentes que se ganaban la vida en oficios duros y muchas veces peligrosos de los que, además de unas pesetas, extraían un aprendizaje de la picaresca más que necesario para continuar formando parte de la historia (La realidad, qué fea, escribía el gran poeta Juan Gelman).
“En contra de la corriente que le estaba destinada por nacimiento y por estirpe, rebelde como el Arturo de Barea, en una huída hacia delante casi épica como la de Huckleberry Finn, Ramón crece mientras pasa de un trabajo manual a otro, descubre el sexo como suele ser habitual, entre amigos, hace el servicio militar obligatorio, aprende idiomas, tiene novias, hasta que finalmente coge un tren que le pasa la frontera y le abre las puertas del mapa del mundo, desembarca en el París de los sueños de todos los adolescentes españoles en la primera mitad del siglo XX e inicia un exilio voluntario que terminaría pasadas varias décadas”.
Este libro, y dos más publicados en años sucesivos – “Los años inquietos” y “El final del gallo negro”- me llevaron a la convicción de que Eugenio Viejo, como tantísimos otros escritores, siempre escribía de sí mismo, era todo autobiografía camuflada unas veces de novela y otras de ensayo. Sin embargo, y dado que todo lo anterior a los años 2000 solo puedo imaginarlo, lo mejor es que llegados a este punto le despida reproduciendo la biografía oficial que figura en la página web que abrió al final de sus días:
Eugenio Viejo García nació en mayo de 1942 en el barrio madrileño de Lavapiés, en el seno de una familia obrera. A los trece años abandonó la escuela para comenzar a trabajar, y durante los diez años siguientes ejerció diversos oficios al tiempo que ampliaba sus conocimientos de manera autodidacta, estudiando idiomas y frecuentando ambientes como el Ateneo y el Instituto de Cultura Hispánica de Madrid. Cumplido el servicio militar emigró a Inglaterra, donde trabajó un año en un hospital, regresando luego temporalmente a España para obtener la cartilla de navegación que le permitió enrolarse en un pequeño buque mercante que navegaba por el Mediterráneo. Después se dirigió a Rótterdam, donde fue contratado como camarero de oficiales en un trasatlántico que hacía la ruta Rótterdam – Nueva York.
En 1966 contrajo matrimonio y junto con su esposa norteamericana emigró a Chile, donde hasta 1970 trabajó en una revista de divulgación científica, compaginando las labores periodísticas con la traducción de libros. De vuelta en Madrid, a finales de 1970 fue contratado como traductor por la Agencia EFE, donde permaneció los ocho años siguientes compaginando el trabajo con los estudios de periodismo, licenciándose en la primera promoción de la Facultad de Ciencias de la Información de la Universidad Complutense. En esa época militó política y sindicalmente, participando junto con otros periodistas en la publicación de la revista Gaceta de Derecho Social, creada por varios despachos de abogados laboralistas que asesoraban al emergente movimiento obrero de oposición al régimen.
Después de la muerte de Franco abandonó la militancia política y sindical y, tras aprobar un concurso internacional convocado por la Organización de las Naciones Unidas, en 1977 fue contratado como traductor y redactor de actas por la Secretaría de esa organización y viajó a Nueva York con su esposa e hija, permaneciendo hasta 1987, cuando se trasladó a la sede de la ONU en Ginebra para seguir desempeñando las mismas funciones. La naturaleza de su trabajo le llevó a viajar por África, América, Asia y Europa hasta que, en 1997, renunció a su puesto en la organización mundial y volvió a España, radicándose en Madrid y dedicándose desde entonces a la traducción y la escritura.